Reencuentro.
“Tristeza escarabajo de siete patas rotas…” (Oda a la tristeza / Pablo Neruda)
Mojada, con el pelo suelto, tibia mirada que calienta la carne, detenida en medio del parque coronando el horizonte borroso. El abrigo empapado no alcanza a proteger sus pechos, como si quisiera dejar en claro la talla de su alma. Recorre mi cara, mueve los músculos de su rostro fragmento, una delicada curva se dibuja desde el inicio de la barbilla y termina en el pómulo, todo del lado derecho. Me vuelve loco.
Recuerdo la última vez que dibujamos caminos en un papel colorado, de esos que se reciclan con promesas de jugar eternamente. Han pasado años, y fue solo hace unos días que le acompañe a la cama.
“¿Cómo estas Paloma?”. No dijo hola, solo fue a mis brazos y me apretó.
“¿Te importa si te tomo del brazo?”. Cómo cuando caminábamos por este mismo espacio, le dije mientras estiraba mi alma para contenerla, una vez más.
Contando los últimos acontecimientos, acompañados por el aroma húmedo de la lluvia recién amainada. No hay tiempo que perder, me acompañas al departamento –esta igual a cuando te fuiste- y tomar un té. No, es mejor que conversemos en la tetería, esa de la esquina. Me parece bien.
Estoy contento de poder saber de ti, de tu vida nueva, de las cosas que has hecho. Silencio. Me mira, le miro, toma un sorbo –igual de delicada con las cosas importantes de su vida.
"¿Por qué no volvemos a estar juntos?". Que impulso me permite tal osadía, que ella ni siquiera se inmuta, me siento pequeño, es tal vez otra mujer –que si lo es- a la que le pido de esa manera que nos juntemos, sin siquiera saber si esta sola, si tiene algo que le una a otra vida.
Finalmente suelta la tasa en el plato –delicado movimiento- apoya los codos en la mesa y me dice: “Tengo pena”. Le miro sin perder el aliento, y muestro los dientes de apetito, pero es el recuerdo de ese juego de hace tanto tiempo. “¡Yo tengo pene...!” le digo casi reprimido en una carcajada sincera, y agrego: “…y no tengo pena”. Reímos de ese juego tonto que repetimos cómo una combinación de lúdico comodín y secreto código de lenguaje de pareja. Al final siempre sólo decíamos “¿..quieres pena?” o frases por el estilo para manifestar el deseo que despertábamos uno del otro.
Recuerdo que además le gusta el pan bien tostado con una pizca de mantequilla en el desayuno…
Mojada, con el pelo suelto, tibia mirada que calienta la carne, detenida en medio del parque coronando el horizonte borroso. El abrigo empapado no alcanza a proteger sus pechos, como si quisiera dejar en claro la talla de su alma. Recorre mi cara, mueve los músculos de su rostro fragmento, una delicada curva se dibuja desde el inicio de la barbilla y termina en el pómulo, todo del lado derecho. Me vuelve loco.
Recuerdo la última vez que dibujamos caminos en un papel colorado, de esos que se reciclan con promesas de jugar eternamente. Han pasado años, y fue solo hace unos días que le acompañe a la cama.
“¿Cómo estas Paloma?”. No dijo hola, solo fue a mis brazos y me apretó.
“¿Te importa si te tomo del brazo?”. Cómo cuando caminábamos por este mismo espacio, le dije mientras estiraba mi alma para contenerla, una vez más.
Contando los últimos acontecimientos, acompañados por el aroma húmedo de la lluvia recién amainada. No hay tiempo que perder, me acompañas al departamento –esta igual a cuando te fuiste- y tomar un té. No, es mejor que conversemos en la tetería, esa de la esquina. Me parece bien.
Estoy contento de poder saber de ti, de tu vida nueva, de las cosas que has hecho. Silencio. Me mira, le miro, toma un sorbo –igual de delicada con las cosas importantes de su vida.
"¿Por qué no volvemos a estar juntos?". Que impulso me permite tal osadía, que ella ni siquiera se inmuta, me siento pequeño, es tal vez otra mujer –que si lo es- a la que le pido de esa manera que nos juntemos, sin siquiera saber si esta sola, si tiene algo que le una a otra vida.
Finalmente suelta la tasa en el plato –delicado movimiento- apoya los codos en la mesa y me dice: “Tengo pena”. Le miro sin perder el aliento, y muestro los dientes de apetito, pero es el recuerdo de ese juego de hace tanto tiempo. “¡Yo tengo pene...!” le digo casi reprimido en una carcajada sincera, y agrego: “…y no tengo pena”. Reímos de ese juego tonto que repetimos cómo una combinación de lúdico comodín y secreto código de lenguaje de pareja. Al final siempre sólo decíamos “¿..quieres pena?” o frases por el estilo para manifestar el deseo que despertábamos uno del otro.
Recuerdo que además le gusta el pan bien tostado con una pizca de mantequilla en el desayuno…
Me gusta el giro que haces al final, Hugo, lo encuentro fantástico. Además, leer un cuento invernal en invierno siempre causa más efectos que si fuera verano. Conclusión: haz cuentos de primavera en invierno ¿qué pasaría?
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