Apuntes cuatro

(Este texto iba originalmente ayer jueves, pero el servidor del Blog no respondió en todo el día)

UNO. Lluvia. En fin, los deseos se hacen cuando uno tiene la certeza que se cumplirán. Es cómo una pillería pequeñita, no es más trascendente que eso. Y resulta que todos, o casi todos, deseábamos que cayera agua sobre nuestra ciudad y llego esta con la intensidad después de la sequedad, acaso una pequeña reafirmación de lo vivo que está nuestro planeta, que actúa cómo tal.
Y debo confesar que los días así de congestionados son de los que más me gustan, tengo una imagen de humedad incorporada en el subconsciente, una especie de relato que es el que me entrega mi madre de su vida de pequeña en el sur, al interior de la novena región, cerca Curarrehue. Esos relatos me formaron una estética de la australidad, una especie de impronta que me despierta mecanismos –en todo caso es filogenia- de referencias en las jornadas lluviosas.
Esa estética es sombría y pensándolo anoche, quede en la idea que es justamente en este tiempo en el que mi vida da vuelcos, es en el marco de la invernalidad que se termina de cerrar capítulos, se cercenan sueños y se acentúan los espacios interiores. No puedo evitar colocar una cuota de melancolía en mis actos, pero a la vez son actos de profunda reinvención.
DOS. ¿Han sentido lo bella que son los parajes urbanos con lluvia?. Debo prevenir que este sentido se topa con la realidad de los que no tienen, de los que la lluvia se convierte inevitablemente en un estrago. Pero no puedo evitar sentir placer por este escenario.
En todo caso el contradictorio dolor es más latente en los espectros que transitan las oscuras veredas de la inexistencia.
A eso de las tres de la mañana se acerca un sujeto, se notaba que era un vagabundo. Tiritaba con la fría lluvia de esa hora. Llevaba una chaqueta de mezclilla, mil veces despreciada y que en este hombre tenía una vital manera de ser ocupada. En todo caso se empapaba del agua. Dejé que se guardara en el hall donde realizo mi trabajo. En un impulso entré y le pedí al Ítalo que me buscara uno de esos vasos abandonados por los clientes y se lo ofrecí. Lo tomo con las dos manos y con temblor se lo poso en la boca. Me impresiono el movimiento involuntario de sus gestos. Guardo un momento para agradecer el regalo. Le pregunte para donde iba con esa lluvia: “…hasta Matucana…” me dijo temblando cada vez más. Pero si te vas caminando tienes para dos horas más. Vállese por Alameda, en una de esa pasa algún microbús, y puede que le lleve. Me miro. La mirada del desamparo. No debe haber dolor más funesto que ese. Le di unas monedas al terminarse el líquido –nunca supe que era- y se despidió con un apretón de manos heladas.
TRES. A esa hora escribía:

Norte, siempre al sur.
Seguir un camino distinto cada vez que te pienso
Y las veces que me pierdo
/de tanto caminar.

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