Una singular historia de amor.

Preparó el último montón de hojas, como cada tarde antes de partir a descansar de la jornada desenfrenada de ese oficio que no eligió, que fue impuesto –en rigor una herencia- por el dharma, esa marca que portamos cada sujeto de esta tierra y que nos impide desplegar. Y de noche camina por la vereda opuesta –del bulevar que lleva al horizonte- a la puesta del sol, para sentir primero la noche, escuchando el sonido de los barcos que se alejan desde la bahía. Cuando llega al café que esta en la esquina de su departamento, entra y se sienta en el mismo rincón, a observar el movimiento de las olas humanas, el tedio del mesero, la inquietud que se apodera del amante que espera una sedosa mujer que se escapa de algún momento de realidad.
Mira el reloj, intenta imaginar que sería de ellos sin él, como le extrañarían, o les dolería su ausencia. Lo medita. Como tantas veces lo hace, y se dice “cobarde”. Se levanta, paga la cuenta y vuelve a la vereda. Al pasar por el pasillo escucha las risas de unos conocidos, se acerca a la puerta que le impide completar la vida como quisiera. Se abre, y desde la salita de estar se escucha la voz que identifica desde hace tanto tiempo, ese timbre nasal que le acompaña ya desde siempre –suspira- la eternidad. “Llegaste Juantito… como te fue en el colegio?...”. “Bien mamá”.
Para Pamelita L. (felicidades)

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