No creo... bueno, a veces.


No es el frío lo que se siente, es la sensación de humedad. Soplo una bocanada de humo, cada vez lo hago más seguido, desde aquella tarde de febrero de hace dos años cuando se me ocurrió regalarme una pipa en un viaje a Viña del Mar. Ahora soplo humo de tabaco mezclado del calor del cuerpo, de ese que parece neblina y que se junta con la humedad de la bruma melancólica.
Es otoño, de ese que me insita a confesar las malsanas heridas de la tentación, la que abandona el criterio y te empuja a escupir alguna estupidez entre los que observan embobados el circuito de personajes disfuncionales que transitan a cada lado de la vereda. Yo soy uno de esos embobados que intenta olvidar la hora de termino de la jornada, y que tedioso imagina una marcha forzosa por el parque ese que esta atrás del río sucio de humanidad.
No tengo nada.
Me espera una siesta, nunca alcanzo a dormir, las molestias de las enfermedades me tienen medio despierto.
Solo recuerdo la vez que me visito la chica de la tele, esa que se ve mucho más frágil que su imagen de frágil criatura sin alma, que en pantalla se repleta de cuentos y fantasías mintiendo personajes de papel. O la vez que abandone una hija en medio de la tormenta, tendría cinco años, o cuarenta y dos otoños en el cuerpo, lo cierto es que me llamaba con su vocecita de mamita, implorando atención, y yo solo reía de las consecuencia de los actos de los humanos.
No tengo perdón.
Y sigo mirando la gente en la vereda, pero esta vez es una procesión de indignados mal nacidos, los que van regalando restos de hojas secas que han recolectado en las plazas de la nación, y la ofrecen como muestra de lo insignificante de la vida, y lo insignificante de los seres que habitamos este mundo, y me pregunto si tendrá sentido aclarar la oscuridad radicada en la calma de los hechos.
Me pregunto tantas cosas, como casas hay en mi frente.
Por ejemplo, si es que puedo seguir desvariando estas oportunidades, si tiene sentido tener esperanzas en un montón de cabros que pelan el ajo todas las mañanas para llegar a su fabrica escolar, y colocar atención en un raro personaje que habla de cosas que no son, que son más cuentos, a lo mucho -cómo los de la tele-, y que las dice con tanta vehemencia que parece que fuese un sacerdote que ha inventado la manera de convencer –lo gringos le llaman spich, o algo así. Vender el alma al diablo. Yo lo he hecho –no le cuenten a nadie pero me dije que era por necesidad. Y a veces si y otras no tanto.
Un saludo distante a todos lo que creen. Yo a pesar de todo si creo. Putas que es difícil.

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