Amantes. tres.
Sentada en la punta de la cama, se estira hacia atrás apoyando la cabeza en una almohada tonos pastel, igual que el cubrecamas. Ven, dice conteniendo el calor que le recorre los rincones del cuerpo, su alma. Su falda de oficinista se disminuye por la posición que adquiere, mostrando las piernas que se dibujan claras con las medias oscuras con dibujos serpenteantes. El hombre se acerca sigiloso, piensa que puede arruinar aquella imagen delicada de la mujer que tantas veces deseo, y de tanto quererla no podía simular su perturbación. En el equipo suena una canción de esas que se graban fácilmente en la memoria de un MP3, “Kiss From A Rose” de Seal, que da un ambiente sinérgico, cargado de esos sutiles aromas hormonales que secretan los cuerpos cuando están en posición de amar.
Deseo, eso era lo que mostraba todo la humanidad de los amantes, esa fuerza oculta detrás de las maneras discretas que manejan los seres para no perturbar el medio ambiente en que habitan, ocultando en miradas esporádicas la contenida fuerza de la libido.
Él se paro a un costado de la cama. Desabotónate la blusa. La mirada de la mujer acompaño sus manos mientras recorría desde el cuello buscando los nudos de la blanca prenda mientras se van desnudando de la tención, se sueltan cómo amarres de los veleros esperando la bocanada de viento que los impulse mar adentro. Se ha descubierto el tronco, los pechos contenidos por un delicado corpiño del mismo tono de la blusa. Sus senos se desnudan con más rapidez, y solo protegidos por una cadena de oro del que cuelga una mínima medalla en forma de corazón partido. Que dolor se oculta en su interior. El hombre se arrodilla y busca desde el ombligo la ruta más segura a los montículos carnosos, blancos –¿serán inmaculados?- a la mierda se dice, si ya son suyos.
Su legua reconoce, marcan el camino, la memoria es frágil y en algún momento tendrá que regresar por esa ruta en busca de la vid que sacie la boca reseca de la saliva aportada a la piel. Los pechos están maduros de calor, las cimas son cerezas dulces que se recorren con delicadeza pero sin perder el control.
El cuello, guarda de tanta tención, es masticado por la boca intrépida del hombre, ella asiste con las manos que recorren la espalda de su amante. Sus labios se abren y se descubren, vertiendo la información necesaria para continuar la incursión, aprobación reciproca del acto inmenso de placer. Cuando el hombre ya ha iniciado la avanzada final, y desprende con su mano derecha de cualquier culpa despojando del último bastión de intimidad. La mujer facilita el gesto tomando la mano certera del amante y la aprisiona sobre su entrepierna y desprende un sutil gemido, es un aullido en código primitivo, ese que nos diferencia y nos acerca al inicio de los tiempos y que estimula al hombre a destapar toda piel inventada de prejuicios. Sus dedos ya se mezclan en la sorda marea del jugo lubrico de la vulva, carne pura e intacta para cada amante, en medida justa y proporcional para el acto seguro del amor.
Amantes, desnudos en un cuarto que guarda el secreto insigne de esa unión profunda y fatal, las veces que marca, las veces que queda en la mirada, las veces que va.
Y desnudos, abrasados el hombre dice:
Dulce mañana,
/ que describí tu rostro
/ pegado a la almohada.
Dulce voz,
/ despertando de tanto caminar
/ sin señales de pesar.
Te has convertido en toda una dama.
Dulce mañana.
Él se paro a un costado de la cama. Desabotónate la blusa. La mirada de la mujer acompaño sus manos mientras recorría desde el cuello buscando los nudos de la blanca prenda mientras se van desnudando de la tención, se sueltan cómo amarres de los veleros esperando la bocanada de viento que los impulse mar adentro. Se ha descubierto el tronco, los pechos contenidos por un delicado corpiño del mismo tono de la blusa. Sus senos se desnudan con más rapidez, y solo protegidos por una cadena de oro del que cuelga una mínima medalla en forma de corazón partido. Que dolor se oculta en su interior. El hombre se arrodilla y busca desde el ombligo la ruta más segura a los montículos carnosos, blancos –¿serán inmaculados?- a la mierda se dice, si ya son suyos.
Su legua reconoce, marcan el camino, la memoria es frágil y en algún momento tendrá que regresar por esa ruta en busca de la vid que sacie la boca reseca de la saliva aportada a la piel. Los pechos están maduros de calor, las cimas son cerezas dulces que se recorren con delicadeza pero sin perder el control.
El cuello, guarda de tanta tención, es masticado por la boca intrépida del hombre, ella asiste con las manos que recorren la espalda de su amante. Sus labios se abren y se descubren, vertiendo la información necesaria para continuar la incursión, aprobación reciproca del acto inmenso de placer. Cuando el hombre ya ha iniciado la avanzada final, y desprende con su mano derecha de cualquier culpa despojando del último bastión de intimidad. La mujer facilita el gesto tomando la mano certera del amante y la aprisiona sobre su entrepierna y desprende un sutil gemido, es un aullido en código primitivo, ese que nos diferencia y nos acerca al inicio de los tiempos y que estimula al hombre a destapar toda piel inventada de prejuicios. Sus dedos ya se mezclan en la sorda marea del jugo lubrico de la vulva, carne pura e intacta para cada amante, en medida justa y proporcional para el acto seguro del amor.
Amantes, desnudos en un cuarto que guarda el secreto insigne de esa unión profunda y fatal, las veces que marca, las veces que queda en la mirada, las veces que va.
Y desnudos, abrasados el hombre dice:
Dulce mañana,
/ que describí tu rostro
/ pegado a la almohada.
Dulce voz,
/ despertando de tanto caminar
/ sin señales de pesar.
Te has convertido en toda una dama.
Dulce mañana.
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