Noche larga, paciencia corta

Doce menos diez. Noche casi limpia esperando la luna llena. Es la jornada posterior al solsticio de invierno, la noche larga. Afuera de la puerta un perro duerme sus pulgas entre las patas y la barriga. Adentro comienzan a sonar tambores. Seis músicos –gran discusión al alcance de la pertenencia a este gremio de parte de otros que hacen sonar instrumentos- despiertan la modorra de unos cincuenta espectadores. Un par de chicas se han bajado de sus vehículos todo terreno, se notan que el cuidado ha sido su límite en la vida. Otros, la mayoría, son de los reciclados hipys del nuevo siglo.
El tema es de autoría propia de un colectivo de música afro que se hace llamar “Orixango”, y que realizan una presentación donde predomina es la percusión.
Una pareja miran sin mayor pretensión. La mujer, pelirroja y rizada, comienza a seguir el ritmo de los golpes. Suena algo exagerado todo el show, pero así debe ser estar en el África septentrional, me digo. El “boss” mira y dice que ya comenzó la danza de la lluvia. Pienso en esa posibilidad, que efectivamente una noche casi calida se trasforme en una tormenta. Salgo a cerciorar. Sigue la luna iluminando –como fuego- en invierno.
Doce con veinticinco. A ingresado más gente, son incondicionales que buscan las monedas para entrar a disfrutar de la “ceremonia”. Los tambores ya han sido aporreados más de media hora.
Miro el reloj, queda algo de tiempo. Las chicas del buen cuidado mueven suavemente las caderas, es definitivamente la guinda para los que estamos por necesidad en este lugar.
La pelirroja ya es parte de la masa y su pelo se ondea entre las sombras de otros cuerpos que saltan con mayor energía. Su acompañante le mira a corta distancia apoyado en el murallón que da a la barra, impávido, silencioso secreto que guarda entre sus pensamientos. Será que ese baile es la señal que busca para apaciguar su deseo.
Doce cuarenta. Sigue la sonajera. Ya todos se han imbuido en la perfomans. Unos de los percusionistas explica algo de la tribu Mandinga (malinkés) y de la danza tribal que la hacen los hombres imitando a una princesa, o que se yo. Afuera el perro ya no duerme y juega con otro quiltro. Es una antigua practica de sus ancestros, la de practicar sus habilidades de cazadores, se persiguen y se muerden. Lo disfrutan, es decir lo hacen con un agrado que me permito soñar hace cincuenta mil años en la estepa africana, con los tambores de fondo persiguiendo a los cachorros. La música trasporta -¿transforma?- las imágenes.
Una diez. Esto va para largo. Ya adentro es una sola unión, comunión se le llama en las prácticas religiosas, de todo el coro de cuerpos. Unos hombres han entrado solo para disfrutar de la visión, o pero si también son parte de los movimientos. El Alex sonidista camina de un lugar para otro y se encoge de hombros, me dice que no hace falta preocuparse que en ese transe estos no terminan hasta que salga el sol.
El último tema lo proponen. Un aplauso cerrado. La esperanza del fin. Comienzan y en una de las vueltas ya son doce los que integran el grupo. Por milagroso que suene, la fogosa actuación ha multiplicado a los integrantes. Estamos en el clímax de la presentación. Las chicas bien pierden la compostura. La pelirroja se agiganta de los saltos, los hombres se abren entre los brazos de alabanza.
Dos menos diez. Dos horas de catarsis posmoderna. De esa que junta a los distintos bajo la ilusión, si no es que todo esto es una ilusoria presentación de los que hemos hecho en los últimos treinta mil años. Todos somos primates… y los perros no duermen.

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