Tarde de domingo.
Tarde de domingo. Es uno de esos días que se encuentran perdidos de posibilidades en que se caen un almuerzo en el “Venezia” –ese lugar suspendido que mira al San Cristóbal en el Bellavista y que el mito cuenta que era el lugar de almuerzo de Neruda cuando se encontraba de paso en la Chascona.
Escucho una vieja canción, podría ser un bolero, una de Lennon, un lamento de la Parra, o una oración cantada de mis tiempos de colegio católico, todo me suena a tiempo ido, todo me suena a somnolencia tranquila.
Desprevenido camino por una calle sin sombra, en este verano resistido por las nubes, resistido –se cuenta en todo el mundo situaciones similares- por ese fenómeno que mi amigo Pablo daclara en uno de sus poemas, el cigarro –se consume una vez y se acaba- y que los “sabios” llaman “efecto invernadero”. Podría ser, les digo a mis amigos, a los que conozco, al que se cruza. Intento desplegar algún atisbo de argumento, falaz y pretencioso, que no hace sino destacar más mi ignorancia.
De pronto recibo el llamado de un ave, de esas que se protegen de gripes malignas. Me dice que tengo voz cansada, que sueno a tarde de domingo caminando por una calle sin sombra. Yo le cuento de mi paso por el tiempo, por las noches que se hacen intranquilas, que el estudio me tiene aturdido la sensibilidad, que la concentración es una tomadura de pelo, que las manchas del sol me despiertan en la madrugada del medio día, o es que no puedo conciliar más descanso por las horas que ya no tendré que mirar a la mujer de mis pensamientos.
Ella se ríe, dice que no entiende del todo, todo lo que le digo, y me infla con lo del sol y la lluvia, ese recuerdo combativo que enfrentamos hace una semana en la Maestra, y que activo otra memoria, la de esa lucha que poco dejo, que es parte de la historia y que la esperanza se vuelve una relación de cifras sin alma.
Sabes, te hecho de menos, pero menos de lo que podría ser, suficiente como para detestar estar lejos. Tarde de domingo sin ti.
Y la pequeña ave me consuela con su voz…
Escucho una vieja canción, podría ser un bolero, una de Lennon, un lamento de la Parra, o una oración cantada de mis tiempos de colegio católico, todo me suena a tiempo ido, todo me suena a somnolencia tranquila.
Desprevenido camino por una calle sin sombra, en este verano resistido por las nubes, resistido –se cuenta en todo el mundo situaciones similares- por ese fenómeno que mi amigo Pablo daclara en uno de sus poemas, el cigarro –se consume una vez y se acaba- y que los “sabios” llaman “efecto invernadero”. Podría ser, les digo a mis amigos, a los que conozco, al que se cruza. Intento desplegar algún atisbo de argumento, falaz y pretencioso, que no hace sino destacar más mi ignorancia.
De pronto recibo el llamado de un ave, de esas que se protegen de gripes malignas. Me dice que tengo voz cansada, que sueno a tarde de domingo caminando por una calle sin sombra. Yo le cuento de mi paso por el tiempo, por las noches que se hacen intranquilas, que el estudio me tiene aturdido la sensibilidad, que la concentración es una tomadura de pelo, que las manchas del sol me despiertan en la madrugada del medio día, o es que no puedo conciliar más descanso por las horas que ya no tendré que mirar a la mujer de mis pensamientos.
Ella se ríe, dice que no entiende del todo, todo lo que le digo, y me infla con lo del sol y la lluvia, ese recuerdo combativo que enfrentamos hace una semana en la Maestra, y que activo otra memoria, la de esa lucha que poco dejo, que es parte de la historia y que la esperanza se vuelve una relación de cifras sin alma.
Sabes, te hecho de menos, pero menos de lo que podría ser, suficiente como para detestar estar lejos. Tarde de domingo sin ti.
Y la pequeña ave me consuela con su voz…
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