Fantasmas (tres)

No son los fantasmas a los que se les debe temer, son a los vivos, a las retorcidas conciencias que caminas sobre estructuras de células –autopoyetica- activas. Y eso es lo que intento hacer valer cuando me encuentro con la chica de aquella mirada que me conmueve. Le acompaño de tarde en tarde, en realidad nos hacemos bien, nos abrazamos y nos mimamos como dos cachorros que aprenden que es la vida. Pero resulta que cuando hace calor, cuando no puede conciliar el sueño, en aquellas interminables jornadas de devaneos circulares por los confines del alma, ella me retuerce el pellejo y me dice: “llegaron”, así sin medir consecuencia anuncia visitas de otros mundos, de la inconciencia de energías perdidas en el universo, se presentan susurros que vigilan, boyeritas, las confidencias de los desalmados –nosotros.
¿Quiénes son? ¿Se trata de un exceso de pasión que queda en las paredes de los lugares que transitamos y que al transpirar susurros se vuelven intolerantes y reclaman nueva vida? ¿O es acaso ese miedo atávico, ancestral, que exige tener una prudente cuota de temor a la insondabilidad?. Yo le desafío, siempre mi deforme imprudencia, a que me toquen, me jalen, me griten, pero solo eso, no más pues puede que en el fondo sean almas en pena que si la visitan, que ella llama en su llanto somnoliento de tanto doler. No quisiera descubrir con sufrimiento que mi racionalidad vale menos –y si lo se- que la pobre actitud del ignorante más vacío –no de contenido- de sentido.
Y en silencio la abrazo nuevamente, la acurruco y hago que con su sueño me arrastre al fin, al descanso vigilado por esas sombras…

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