Fuego y sombra
No juegues con fuego, me decía. Y yo más la encendía. No tengo claro en que momento su boca me soltó una andanada de palabras aún más calientes en la oreja humada, lo cierto es que de pronto me encontraba sintiendo sus pechos pequeños entre mis manos sudosas. Los vidrios empañados del auto eran las cortinas que protegían la intimidad, además del oscuro rincón de la callezuela, de esas de los barrios antiguos de la ciudad.
Entregados al placer clandestino, a la sepultura de los cuerpos enredados entre gemidos y lenguajes de señas que indica el paso siguiente, la inconsistencia de los murmullos no acallan el silbido de los asientos. Y de los olores que se van impregnando a cada segundo en el espacio intimo de la situación.
No es que un vehiculo sea el mejor lugar para tener un encuentro de estos, es solo que cuando se busca un espacio tranquilo para conversar, los abrazos llevan a otras situaciones.
De pronto una sombra, como que el lejano brillo de la luz del fondo de la calle ya no se siente. Intento cerciorarme pero sin querer que el remordimiento nuble la faena de amor, pensar que la culpa es un fantasma más poderoso que el silencio. Y definitivamente era una sombra parada a unos metros frente al copiloto, ella ni se ha dado cuenta. Espera, le digo. Ella no entiende. Es que hay un huevón mirando. Cómo, que pasa. Dice separándose por fin mientras arregla la blusa desfigurada de tanta fricción.
Con la mano izquierda limpio el vidrio de vapor. La marca no alcanza a trazar más que la seguridad que el sujeto continuó parado. Fisgón entrometido, digo mientras bajo mi ventanilla y enciendo el motor, y agrego con furia desprevenida: Anda a correrte una paja maricón. Pero resulta que no avanzamos ni unos metros cuando miro por el retrovisor y el sujeto ha desaparecido. Que mierda, si recién estaba allí, digo queriendo asegurarme de lo que vi. Coloco marcha atrás y busco desperado la sombra del cuerpo o una seña de que no ha sido nuestra propia inseguridad la que nos ha jugado una mala pasada. Ni cagando, digo finalmente.
Esa noche terminamos silenciosos mirando el teche del cuarto del motel iluminado por la roja luz de la lámpara. Nada dijimos, solo miramos el techo.
Entregados al placer clandestino, a la sepultura de los cuerpos enredados entre gemidos y lenguajes de señas que indica el paso siguiente, la inconsistencia de los murmullos no acallan el silbido de los asientos. Y de los olores que se van impregnando a cada segundo en el espacio intimo de la situación.
No es que un vehiculo sea el mejor lugar para tener un encuentro de estos, es solo que cuando se busca un espacio tranquilo para conversar, los abrazos llevan a otras situaciones.
De pronto una sombra, como que el lejano brillo de la luz del fondo de la calle ya no se siente. Intento cerciorarme pero sin querer que el remordimiento nuble la faena de amor, pensar que la culpa es un fantasma más poderoso que el silencio. Y definitivamente era una sombra parada a unos metros frente al copiloto, ella ni se ha dado cuenta. Espera, le digo. Ella no entiende. Es que hay un huevón mirando. Cómo, que pasa. Dice separándose por fin mientras arregla la blusa desfigurada de tanta fricción.
Con la mano izquierda limpio el vidrio de vapor. La marca no alcanza a trazar más que la seguridad que el sujeto continuó parado. Fisgón entrometido, digo mientras bajo mi ventanilla y enciendo el motor, y agrego con furia desprevenida: Anda a correrte una paja maricón. Pero resulta que no avanzamos ni unos metros cuando miro por el retrovisor y el sujeto ha desaparecido. Que mierda, si recién estaba allí, digo queriendo asegurarme de lo que vi. Coloco marcha atrás y busco desperado la sombra del cuerpo o una seña de que no ha sido nuestra propia inseguridad la que nos ha jugado una mala pasada. Ni cagando, digo finalmente.
Esa noche terminamos silenciosos mirando el teche del cuarto del motel iluminado por la roja luz de la lámpara. Nada dijimos, solo miramos el techo.
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