Flores en mi piel.

Es bella cuando la miro de reojo, más cuando la miro de frente. Es encantadora y le soplo un secreto en la nuca, la piel se le trastorna. Es radiante cuando me sumerjo en su carne y me canta una melodía de silabas suaves que inventa con esmero. Es fresca en las mañanas que me levanta con la luz de sus ojos, me coloca un disco de Paula Morelenbaum. Está cerca.
Todo cambió una tarde de verano. El calor fundía las ideas –sé que eso tuvo algo que ver- y estaba algo inquieta por la forma en que se marchitaban las flores, sus flores del jardín, que el calor insoportable, que el sol les haría daño, que el agua solo provocará que se quemen con las gotas aumentando los rayos como lupas. Maldición, le dije, si son tan importante tus dichosas flores por qué no las sacas y las traes para dentro.
Ella me miró con cara de mujer mancillada en su honor profundo, dio media vuelta y partió a la cocina. Cuando regresó traía un cuchillo, de esos que salen en las películas de terror que tanto detesto. Yo coloqué ojos de preocupación. Pensé en las dos peores alternativas que se me pudieron ocurrir, y ambas eran desalentadoras.
¿Pero si no es para tanto?, dije finalmente. Ella paró en seco su paso en medio del pasillo que da justo a la entrada el patio me miró y dijo: “Hueón tonto” y se dirigió a cortar unas cuerdas y pedazos de malla y montó un improvisado toldo. En eso estuvo casi toda la tarde. No me dirigió palabra en toda la jornada.
Esa noche me propuso que me fuera a dormir donde mi hermana, ella necesitaba espacio para soportar el calor. ¡¡¡Si, el calor!!! le dije con ese tono irónico que tanto le molesta.
Se que está bien, que sus flores pasaron la temporada y que se prepara para hacer los injertos a la espera del invierno. Sé que me extraña, me llamó para mi cumpleaños.

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