Internado tres... el chico Ríos

Ricardo Ríos –se han cambiado nombre y al parece el apellido para proteger el despliegue de la memoria- era el matón del internado –y por extensión del colegio. Era más bien chico, más bajo que yo. No recuerdo si su hermano –los llamados hermanos Ríos- era mayor o menor que él. Lo que si recuero es su violencia, su exagerada e irracional fuerza. Miro a los chicos de ahora y sin duda que en un colegio como el nuestro donde se allegaban una cantidad de carencias, de poblaciones de la zona sur de Santiago, marginales pero de otro tiempo. Era otro tipo de oscuridad. Era dada por la dictadura, por la imagen de militares en las calles custodiando la “unidad nacional”.
Lo del chico Ríos era cosa de niños, mañosos y dañados por la carencia, pero niños. No será esa parte de la verdad que se intenta esconder con, por ejemplo, la nueva Ley de Responsabilidad Panal Juvenil?. Al menos nosotros teníamos un Dictador. La mierda tenía olor a lucha épica, a batalla que se fraguaba para un difuso futuro, pero era. Hoy es presente inexpresivo, y futuro entramado de plásticos, es decir falsa prosperidad.
Será que también me e sumado a la predica de la inmemorial forma de interpretar los hechos. Leí no hace mucho una vieja Araucaria –revista cultural chilena editada por la inteligencia de izquierda en España post franquista de los ochenta- en el que se desplegaba una serie de entrevistas a jóvenes que regresaban del exilio. Ellos contaban, y por extensión condenaban, la impresión de encontrarse con el Chile de principios de los ochenta, de la fascinación por el “plástico”. Suena a cantinela reciente.
Era en cuarto o quinto básico. Fue por algún lápiz mal habido, o por un permiso no concedido, el tema es que de pronto veo como un puño cerrado y certero se dirige contra mi cara, contra el centro de mi rostro moreno y redondo, la propiedad ausente de sentido en la edad que no existía para mí un yo hedonista, una personalidad que se formaba desde la inseguridad de la ausencia de cosas. No se bien como describir el dolor –lo debí sentir fuerte- no estoy seguro si sangré, lo cierto es que callé, me hice el valiente y agache la cabeza para que no se viera la humillación. Un amigo, el Claudio, recuerdo que me consoló, que me dijo que hablara con el profesor, que dijera que chico Ríos era un peligro. Yo solo dije que no importaba, que no fue para tanto.
Años después –a fines de los ochenta- me “encontró” en el negocio de mi madre –el kiosco. Yo trabajaba en las tardes en la vidriaría del frente. Me converso ya desde la perdida de la esperanza, desde la manotería profesional. Me intento extorsionar con alguna vivencia del internado, alguno de aquellos secretos que se guardan en el rincón despreciado del corazón, ese que sirve para esconder momentos sin trascendencia a los ojos de los adultos, pero que para el ser pequeño, tienen otra significación. Ya no valía la pena, le dije, ya somos otros los que hablamos, no son los pequeños que se permiten ser acusados. Le pude haber dado alguna moneda y se fue con la promesa de volver. Nunca más lo vi. Me imagino acompañando al Indio Juan, al matón que violenta desde su posición de garante del mundo en que es rey. O como diría Redoles, al final no paso nada.

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