Invierno, ciudad vacía...
Pasear por las calles de pronto húmedas, mojadas por una intrigante capa de lluvia que no alcanza a despejar el ambiente.
A pesar de la sensación que pudiera provocar alguno de mis comentarios, me gusta el invierno. Tendrá que ver con el relato de mi madre –ella nació y se crío en un caserío al interior de Curarrehue, en la novena región- que me contaba de pequeño de los parajes que recorría de niña, siempre mojados y barroso, siempre verde, en invierno blancos de nieve, jornadas enteras de temporales de cordillera, mirando el camino esperando que apareciera su padre que bajaba de los cerros tupidos de árboles. Ese relato marco mis paseos de citadino empedernido, que descubre –diría, que mira de reojo- la ciudad en la adolescencia. Que se empata con un sentido –y repito mi profunda inseguridad de esta afirmación- de habitante que recoja parte de su identidad en esta urbe.
Recuerdo que en mi periodo de interno -¿les conté alguna ves de mi internado?- por allá, en Puente Alto, el viento soplando y rugiendo unos altos árboles que golpeteaban contra las ventanas de los dormitorios del segundo piso. A media noche parado mirando como el movimiento sinuoso de las ramas y el sonido cerrado que me erizaba los pelos esperando que se vinieran abajo junto con toda ese silencio del interior, de los otros muchachos que dormían despreocupados de la inminente tragedia. Ese es el invierno que recuerdo, el de las calles mojadas mientras repartía los diarios en bicicleta –ya de adolescente.
El invierno recorriendo desde Ahumada, Huérfanos hasta llegar a los faldeos de ese lunar mágico que es el Santa Lucia. Caminando por el Forestal, entre las hojas, miles de hojas caídas recordando la vida que se termina en una bocanada de invierno.
Invierno que obliga a recogerse en otro cuerpo, cubrirse con el mínimo paraguas a la dama acompañada, silencioso, escupiendo los sentidos para retener ese momento.
El domingo, último domingo de invierno de ella. Alina volvió a Alemania –allá es verano- a terminar sus estudios. Fue una noche de domingo que ganó en la memoria.
A pesar de la sensación que pudiera provocar alguno de mis comentarios, me gusta el invierno. Tendrá que ver con el relato de mi madre –ella nació y se crío en un caserío al interior de Curarrehue, en la novena región- que me contaba de pequeño de los parajes que recorría de niña, siempre mojados y barroso, siempre verde, en invierno blancos de nieve, jornadas enteras de temporales de cordillera, mirando el camino esperando que apareciera su padre que bajaba de los cerros tupidos de árboles. Ese relato marco mis paseos de citadino empedernido, que descubre –diría, que mira de reojo- la ciudad en la adolescencia. Que se empata con un sentido –y repito mi profunda inseguridad de esta afirmación- de habitante que recoja parte de su identidad en esta urbe.
Recuerdo que en mi periodo de interno -¿les conté alguna ves de mi internado?- por allá, en Puente Alto, el viento soplando y rugiendo unos altos árboles que golpeteaban contra las ventanas de los dormitorios del segundo piso. A media noche parado mirando como el movimiento sinuoso de las ramas y el sonido cerrado que me erizaba los pelos esperando que se vinieran abajo junto con toda ese silencio del interior, de los otros muchachos que dormían despreocupados de la inminente tragedia. Ese es el invierno que recuerdo, el de las calles mojadas mientras repartía los diarios en bicicleta –ya de adolescente.
El invierno recorriendo desde Ahumada, Huérfanos hasta llegar a los faldeos de ese lunar mágico que es el Santa Lucia. Caminando por el Forestal, entre las hojas, miles de hojas caídas recordando la vida que se termina en una bocanada de invierno.
Invierno que obliga a recogerse en otro cuerpo, cubrirse con el mínimo paraguas a la dama acompañada, silencioso, escupiendo los sentidos para retener ese momento.
El domingo, último domingo de invierno de ella. Alina volvió a Alemania –allá es verano- a terminar sus estudios. Fue una noche de domingo que ganó en la memoria.
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