Amantes. cuatro.
En la cama, después del amor, un trago de jugo de manzana o unos gajos de mandarina de la temporada. Esa era la acostumbrada conclusión del cariño que asoma como culminación del encuentro de los amantes discretos, esos que se muestran desde lo profundo de la entrega y llega al final. Sería injusto decir otra cosa de la mujer que acompaño mis jornadas con tanta dedicación, que entrego lo mejor de si y saco lo más placentero de mí.
Recuerdo su cuerpo inerte entre mis brazos. Su mirada se había apagado de golpe sin sentir la respiración, signo inequívoco de la vida. Pensé que era un juego, una manera de proyectar las lúdicas formas del disfrute. Le bese imaginando el toque del príncipe que despierta a la reina de mis desvelos, pero no reaccionaba. Le acaricie el rostro, que tomaba un tono pálido. Le dije al fin que despertara, que ya nos teníamos que ir, que nuestras responsabilidades nos llaman, que su marido, que mi novia, que la vida debe seguir, que todo estuvo rico como casi siempre, que… que. Qué pasa contigo, entiende que me quedaría a tu lado, pero no podemos, “…o no queremos”, lo dije para mí, convencido que con esfuerzo, tal vez podríamos. Pero en fin, fue la manera en que inventamos la ruta, sin desperdiciar el tiempo juntos, son reuníamos entre las sombras de la ciudad, cobijando manos palabras y más calor que cualquier pareja que pudiéramos reconocer, éramos únicos.
Inmediatamente sentí la ausencia, la falta de su voz, el sin sentido de la preparación de la cuartada, de la excusa por el atraso, o por la perdida de señal del teléfono móvil, la falta del beso final, ese que se hace casi cómo una raya en el mar pero que marca con su humedad casi imperceptible hasta el próximo encuentro. No habrá otro.
Luego sentí el frío de su cuerpo, como entume mi sangre. Me levanté y encendí un cigarro. Observe su cuerpo cubierto con una sabana celeste, su cuerpo blanco se hace más balido mientras pasan los minutos. Suelto un suspiro. Ahora tendré que saber que decir.
Recuerdo su cuerpo inerte entre mis brazos. Su mirada se había apagado de golpe sin sentir la respiración, signo inequívoco de la vida. Pensé que era un juego, una manera de proyectar las lúdicas formas del disfrute. Le bese imaginando el toque del príncipe que despierta a la reina de mis desvelos, pero no reaccionaba. Le acaricie el rostro, que tomaba un tono pálido. Le dije al fin que despertara, que ya nos teníamos que ir, que nuestras responsabilidades nos llaman, que su marido, que mi novia, que la vida debe seguir, que todo estuvo rico como casi siempre, que… que. Qué pasa contigo, entiende que me quedaría a tu lado, pero no podemos, “…o no queremos”, lo dije para mí, convencido que con esfuerzo, tal vez podríamos. Pero en fin, fue la manera en que inventamos la ruta, sin desperdiciar el tiempo juntos, son reuníamos entre las sombras de la ciudad, cobijando manos palabras y más calor que cualquier pareja que pudiéramos reconocer, éramos únicos.
Inmediatamente sentí la ausencia, la falta de su voz, el sin sentido de la preparación de la cuartada, de la excusa por el atraso, o por la perdida de señal del teléfono móvil, la falta del beso final, ese que se hace casi cómo una raya en el mar pero que marca con su humedad casi imperceptible hasta el próximo encuentro. No habrá otro.
Luego sentí el frío de su cuerpo, como entume mi sangre. Me levanté y encendí un cigarro. Observe su cuerpo cubierto con una sabana celeste, su cuerpo blanco se hace más balido mientras pasan los minutos. Suelto un suspiro. Ahora tendré que saber que decir.
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