Justicia (uno)
Los viernes de Pedro Montt son una feria de almas que realizan el rito de la espera a las visitas correspondientes. Son hileras de peregrinos que claman por un espacio con algún ser que se encuentra en la peor de los castigos, la sanción o pena de la privación de la libertad –en realidad puede que no sea la peor pero de todas maneras es indescriptible ese sentimiento, y lo dice un tipo que paso una semana en un cárcel hace ya quince años.
Caminaba por calle Club Hípico. Pase en frente de los Tribunales de Justicia Militar, de tan triste recuerdo para los que enfrentaron la dictadura y se vieron envueltos en delitos que eran “juzgados” por estos organismos anacrónicos. Al fondo, es decir a orillas de la carretera norte sur, se visualiza la torre de la justicia, el edificio del nuevo procedimiento, la esperanzadora promesa de una justicia que haga al fin lo que se espera de ella, pero que en vista del entramado de sistemas y poderes lo mas probable es que se transforme en un apéndice de los poderosos –léase la situación de la fiscal en la ciudad de Talca.
En la vereda norte se emplaza un edificio de cuatro pisos que contiene en sus dependencias la antigua manera de juzgar, la del secretismo sumarial, y la inquisidora costumbre de desconfiar. En este edificio me toca autorizar poder, que es un tramite necesario para iniciar acciones para la empresa que realizo actividad de procurador.
Mi corta experiencia en este terreno me permite reconocer una serie de practicas –podría ser mejor descritas como símbolos que mantienen el estatus del sistema e impiden que los no iniciados ingresen en este mundo, profundamente mediocre debo admitir. Una de ellas es la de hacer sentir el “poderito” que les es delegado en su ámbito los funcionarios. En general son tipos de formación académica, que por lo demás es lo de menos, pero lo saco a colación por la evidencia que tienen muchas de sus actuaciones.
El funcionario me indica la oficina del secretario del tribunal, que resulta ser como casi todos los tribunales, una mujer. Es joven, debe andar por los treinta. Me indica que pase, que me siente y me mira. Le explicó lo del Poder del abogado. Yo me paro para alcanzar una carpeta. Mientras le miro, de pie a un costado de su escritorio, comienzo a recorrer su rostro. No es una mujer estrictamente bella –según algún criterio que es bombardeado por los medios- es una mujer atractiva. Le recorro con la vista hasta alcanzar los montículos que asoman de su blusa de colores primaverales. Tiene pecas cual marcas de un campo de batallas, que se hacer mas oscuras a medidas que se allega a los pechos. No son grandes, son a la vista turgentes en la medida que mi imaginación los eleva de volumen.
En un momento a sentido mi mirada, solo suelta una coqueta mueca que se asemeja a un riza. Rompiendo definitivamente con las costumbres de este mundo perverso…
Caminaba por calle Club Hípico. Pase en frente de los Tribunales de Justicia Militar, de tan triste recuerdo para los que enfrentaron la dictadura y se vieron envueltos en delitos que eran “juzgados” por estos organismos anacrónicos. Al fondo, es decir a orillas de la carretera norte sur, se visualiza la torre de la justicia, el edificio del nuevo procedimiento, la esperanzadora promesa de una justicia que haga al fin lo que se espera de ella, pero que en vista del entramado de sistemas y poderes lo mas probable es que se transforme en un apéndice de los poderosos –léase la situación de la fiscal en la ciudad de Talca.
En la vereda norte se emplaza un edificio de cuatro pisos que contiene en sus dependencias la antigua manera de juzgar, la del secretismo sumarial, y la inquisidora costumbre de desconfiar. En este edificio me toca autorizar poder, que es un tramite necesario para iniciar acciones para la empresa que realizo actividad de procurador.
Mi corta experiencia en este terreno me permite reconocer una serie de practicas –podría ser mejor descritas como símbolos que mantienen el estatus del sistema e impiden que los no iniciados ingresen en este mundo, profundamente mediocre debo admitir. Una de ellas es la de hacer sentir el “poderito” que les es delegado en su ámbito los funcionarios. En general son tipos de formación académica, que por lo demás es lo de menos, pero lo saco a colación por la evidencia que tienen muchas de sus actuaciones.
El funcionario me indica la oficina del secretario del tribunal, que resulta ser como casi todos los tribunales, una mujer. Es joven, debe andar por los treinta. Me indica que pase, que me siente y me mira. Le explicó lo del Poder del abogado. Yo me paro para alcanzar una carpeta. Mientras le miro, de pie a un costado de su escritorio, comienzo a recorrer su rostro. No es una mujer estrictamente bella –según algún criterio que es bombardeado por los medios- es una mujer atractiva. Le recorro con la vista hasta alcanzar los montículos que asoman de su blusa de colores primaverales. Tiene pecas cual marcas de un campo de batallas, que se hacer mas oscuras a medidas que se allega a los pechos. No son grandes, son a la vista turgentes en la medida que mi imaginación los eleva de volumen.
En un momento a sentido mi mirada, solo suelta una coqueta mueca que se asemeja a un riza. Rompiendo definitivamente con las costumbres de este mundo perverso…
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