El internado uno...
Los fines de semana eran esperados. Más que cualquier otro niño de nuestra edad, la espera tenia que ver con el lograr traspasar los limites del recinto, de hacer algo que era común para la gran mayoría de nuestros compañeros que se encontraban en jornada externa, esto es tomar la micro y partir a ver a nuestras familias. Esa sola ocasión se anhelaba con un deseo difícil de transmitir. Y no es que la experiencia de vivir en el internado de lunes a viernes fuera traumática, siquiera dolorosa. De hecho mucho de mis iguales, los internos, provenían de realidades sociales complejas, dolorosas, hasta traumáticas, en que convivían con violencia, alcoholismo y muchas veces incluso con el hambre.
Mi llegada…
Recuerdo que al principio era un alumno de régimen externo. Era un buen colegio, ubicado en Puente Alto- manejado en forma mixta por una sociedad de beneficencia –Sociedad Protectora de la Infancia- en conjunto con una congregación de educadores españoles, los “San Viator”. Llegué en segundo básico, pero ya el año siguiente mi madre, enfrentada a la necesidad de mantener y educar a tres hijos sin ayuda de un padre alcohólico, se plantea la posibilidad de internar al menos a dos de nosotros. Ya para cuando cursaba el cuarto año los trámites estaban avanzados. Mi madre me lo planteo en una conversación de cuyo exacto contenido no recuerdo, de hecho tengo la idea que fue un proceso lento en que me instalo la necesidad de ese cambio en nuestra vida. Mi calidad de hermano mayor, de una madures precoz producto de la dureza de la existencia, quien sabe que más se conjugo para que yo aceptara ese estadio de mi vida. Era obligatorio para ingresar al régimen de interno la voluntad del menor. Conversan una serie de profesionales y quedo adentro…
Mi llegada…
Recuerdo que al principio era un alumno de régimen externo. Era un buen colegio, ubicado en Puente Alto- manejado en forma mixta por una sociedad de beneficencia –Sociedad Protectora de la Infancia- en conjunto con una congregación de educadores españoles, los “San Viator”. Llegué en segundo básico, pero ya el año siguiente mi madre, enfrentada a la necesidad de mantener y educar a tres hijos sin ayuda de un padre alcohólico, se plantea la posibilidad de internar al menos a dos de nosotros. Ya para cuando cursaba el cuarto año los trámites estaban avanzados. Mi madre me lo planteo en una conversación de cuyo exacto contenido no recuerdo, de hecho tengo la idea que fue un proceso lento en que me instalo la necesidad de ese cambio en nuestra vida. Mi calidad de hermano mayor, de una madures precoz producto de la dureza de la existencia, quien sabe que más se conjugo para que yo aceptara ese estadio de mi vida. Era obligatorio para ingresar al régimen de interno la voluntad del menor. Conversan una serie de profesionales y quedo adentro…
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