Internado dos.. la ciudad interior.



En esos años leía sobre Berlín Oriental y Occidental -mi madre me trasmitía la adicción a leer, de mi abuelo, el Almanaque Mundial y me lo regalaba sagradamente año a año. Me llamaba poderosamente la atención una ciudad dividida por un muro. Me imaginaba cruzando una frontera amurallada y aparecía en otro lugar. Recuerdo que recorría los recintos del colegio, tenían los hogares de los internos en el extremo interior del complejo. En él existían murallas que trasladaban a patios distintos, era una especie de laberinto. Me veía cruzando una ciudadela dividida, con reglas de transito y guardias que controlaban el movimiento de sus habitantes. De hecho me hacia acompañar por algunos de mis amigos y les explicaba que al pasar de un patio a otro era como estar en Berlín -les intentaba aclarar lo de la división casi como un accidente inevitable que no tenia sentido cuestionarlo mayormente. Esta ciudad tenia de todo para vivir en ella. Un hospital -la enfermería con sus respectivos pabellones y personal medico que en eran un par de enfermeras; los comedores donde se reunía el gentío a compartir el alimento correspondiente; una catedral -que era la capilla que aun se mantiene y se ve con claridad cuando uno pasa por Vicuña Mackenna; la policía que vendría a ser los propios tíos que nos cuidaban y por supuesta la guía, el liderazgos que imponían los curas.
Lo único que rompía con todo ese esquema era la falta de mujeres en la ciudad. A parte de la pocas profesoras, la urbe estaba falto de féminas, y no se equivoquen que a esa edad la sexualidad rompe cual dique de contención de la ciudad de New Orleans, arrastrando con sus aguas el discurso moralizador de los padres que intentas formar almas rectas. En las noches, después de la cena que eran como a las ocho, un grupo de muchachos -les recuerdo que nuestra edad de promedio eran diez a doce años- nos reuníamos entre las sombras para planificar una salida de la ciudad. Nuestro objetivo era alcanzar otra frontera, la de la dulzura de las niñas, que nos esperaban mas allá de la cancha de fútbol -bendecida por esos años por el Cardenal Oviedo y con corte de cinta del Dictador- y que marcaba una acequia que se mantenía seca casi todo el año.
La niñas nos esperaban del otro lado, ese era el plan, coordinado por un grupo de hermanos y primos de ambas partes del internado -aun los recuerdo como los Guerra- y de una de sus integrantes estuve relacionado sentimentalmente sin haberle visto nunca. Recuerdo que un piloto se encargaba de mantener una de los portones por donde ingresaban el alimento que traían preparado, abierta. Esperábamos que estuviera despejada el pasillo de los comedores y nos escondíamos bajo una escalera. Cuando estábamos seguros nos deslizábamos a hurtadillas en fila india y salíamos. La idea era no demorarnos mas de media hora, el tiempo que debíamos volver a los dormitorios, eso era suficientes.
Recuerdo que nos comunicábamos a gritos. Una malla metálica separaba a ambos bandos que intentaban expresar cariños infantiles e inocentes. Me llegó una carta de mi enamorada despidiendo nuestra relación. Otros pasaban sus epístolas prometiendo amor eterno, o regalaban alguna golosina. Otros contaban los últimos novedades de alguna situación en sus respectivos colegios. Así pasaba la media hora. La despedida con besos entre metal y ramas incomodas de arbustos. El regreso era con el mismo sigilo. Nada de apuros atarantados que pudieran hacernos equivocar. Al final de la exitosa expedición se compartían las noticias o los detalles de la visita. Así recorría y vicia en esa ciudad fantástica..

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