Suplantaciones.

Suplantaciones que no duelen, es un juego agradable a los sentidos. Tiene la costumbre de hacerse llamar Ámbar. Y lleva una falda de cuero negra, un peto que provoca el deseo y una casaca corta. Me mira, sentada en el sofá, piernas cruzadas, fumando un cigarro con tanta impúdica malicia que el solo acto de observarle hace que me incomode. Nada dice, solo mira, observa el humo, la ventana, las cortinas amarradas, mi cara de niño juguetón, el borde de mi vergüenza, la repisa de objetos chinos. Nada más que ella y su personaje, su mascara que la suple de todo vestigio de dama serena de la tarde tranquila de primavera. Ni el calor de esta hora.
De pronto vuelve a cruzar sus piernas largas, movimiento que me recuerda el personaje de Sharon Stone en “Bajos Instintos” jugando con los interrogadores. Pero yo soy solito -me digo- y chiquito ante la mujer que me consume el corazón. Y se coloca de pie –¿será un metro de pierna?- y me nublo.
Dudo que ésta tarde me largue antes del noticiero central.
(para Amapola)

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