Verdad y tolerancia

Yo provengo de una historia que se hizo en la intolerancia –en mi adolescencia. Recuerdo que cuando joven –aun lo soy pero menos que el tiempo del que relato- existían unas cuantas Verdades que se asumían. Primero, la Verdad de que vendría la democracia –modelo imperfecto, pero infinitamente mejor que la dictadura. Segundo, que luego de ganado ese estadio, vendría como consecuencia lógica un periodo que nos acercaría al socialismo –nuevamente un transito a la sociedad justa y digna, la única posible que tuviera la ética del respeto por el ser humana, léase el comunismo. La tercera Verdad era que nuestro camino era el justo y correcto, así sin proporción de lo que se declaraba. Recuerdo que asistí con el corazón encendido de esperanza a cuanto encuentro, acto o manifestación –interna o pública- que tuviera olor a cualquiera de esas verdades. La voluntad era un motor propicio para impulsar el ánimo, la fuerza y el espíritu de todos los actos que se concebían.
Luego llego el fin del socialismo –se le agrego “real” como una manera de distinguir esa experiencia con el esfuerzo de los que no estábamos en el “errado” del camino. De esta manera se salvaba nuevamente la Verdad. El advenimiento de la democracia trajo consigo frustración, y bajo ningún análisis la posibilidad del socialismo, pero nuevamente se salvo –esta vez con algo más de certeza- con la hipótesis de la democracia protegida o tutelada por los poderes consagrados en la Constitución dictatorial.
La tercera Verdad se vio desdibujada ya avanzada la década de los noventa. Entre a estudiar a la Universidad Arcis sociología –año 1994. Recuerdo que una de las cosas que generaba mayor debate en aquel entonces era justamente el sentido de los paradigmas, y por lo tanto el sentido de la verdad y las certezas. Estaba en boga el debate desde la epistemología, que describa el sentido de las distintas escuelas y orientaciones referidas a la verdad científica y su infalibilidad. No existen verdades absolutas, o como dice mi amigo Pablo, verdades con mayúscula.
Pasan los años y me encuentro en otros rumbos, pero nuevamente me enfrento al debate de la verdad y la certeza como alimento que permite asirnos al mundo. Esta vez se trata de un proyecto en el que me encuentro avocado hace ya un año, y que tiene que ver con la negación de la verdad con mayúscula, y por esta vía la implementación de una herramienta de gestión que permite aproximarnos a la verdad de cada sujeto, con el respeto del proceso de cada cual.
Algunos socios del emprendimiento se han encontrado con un dilema que parte de la afirmación de su verdad –como fundamento de su accionar- y que les impide operar desde la única verdad que puede tener algún sentido, nuestra infinita incapacidad para conocer.
Y no es que los fenómenos sean inasibles, pero se parte una premisa ética, cual es que la humildad del observador es la principal, el que asume la verdad cae en una arrogancia que no permite el conocimiento.
En todo caso es un camino difícil, que requiere permanente atención, en el sentido de lo pronunciado y valorado socialmente del saber, una especie de manifestación de lo dudoso que es tal cosa. Mi camino ha tenido tal recorrido, en el que he pasado de la verdad con mayúscula a la pregunta que es contestada dócilmente por verdades intimas, mínimas, que alientan la búsqueda colectiva. No se tampoco si tal cosa tiene razón, imagínense que estudio una disciplina que asume verdades de fuerza, desde la hegemonía del poder –el Derecho y por lo tanto la norma. No creo tener la claridad para asumir que este sea siquiera el sentido que le quiero dar a mi existencia, pero es uno que lo intento asumir con honestidad al reconocer mis propios limites.


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