Nuevamente el hoyo.

A pesar de lo pesadillesco que puede ser volver a Santiago después de una semana en la costa, ver las veredas de Estación Central llenas de gente buscando la oferta del pantalón o los ultimes escolares para el colegio del crío, todo esto puede causar un gran impacto en cualquiera. Es un choque que uno quisiera no tener.
Añore la vida simple de la provincia, siquiera una como en Valparaíso y sus alrededores, a pesar de ser de pronto también algo caótico, pero será siempre distinta a la del Gran Hoyo que te golpea al salir del túnel Lo Prado con esa cuenca gris que choca con la muralla de Los Andes.
Ya se termina el verano, se termina la brisa calida y el sol mortal que coloca un ahorro de cáncer en nuestra piel, quemando un futuro que los “especialistas” visualizan como decadente. No importa. Disfrute la caminata y el helado, la mano blandiendo mi frente, y mi mano secando el líquido de su cuerpo, en las noches desparramado sobre la alfombra al lado de la mujer de cuerpo entero y desnudo, que soporta la inclemencia de mi alma.
Tengo ganas de parir al puerto, a un lugar donde el viento sea fresco siempre y fría la lluvia que cae sobre la tierra, quiero salir del hoyo, de este pedazo de cemento –y mierda que le quiero cuando digo que la detesto- pues estar lejos de Santiago, pero no tanto, en realidad a un poca más de una hora para poder alcanzar a contaminar mis ojos cuando la eche de menos. Esa es Valparaíso. Tan lejos tan cerca.
Puede ser que después de terminar mis estudios me de por partir, detrás de algún sueños que invente, o que este ya en ciernes.

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