FFAA, narcotráfico y control democrático
Los ejércitos son instituciones concebidas, en términos generales, para la defensa de los países: en tiempos de paz, como garantes de la soberanía y un orden estratégico; y en tiempos de guerra, como actores centrales en la confrontación frente a amenazas externas. Esta definición mínima, debiera servir para situar las características de las Fuerzas Armadas, que más allá de circunstanciales llamados chauvinistas de alguna élite nacionalista, o de algún grupo ad hoc que las tienen en un imaginario como defensor de ultima ratio de sus intereses, debiera cumplir un rol funcional a las tareas para las que fueron concebidas.
El conocimiento público, a través de la prensa, de una
seguidilla de hechos delictivos —entre ellos, casos de narcotráfico que
involucran a miembros del Ejército y la Fuerza Aérea— vuelve a poner en
cuestión el papel de las Fuerzas Armadas en tareas de orden público. De acuerdo
con la doctrina general del derecho internacional (Principios de Siracusa de
1984) y del papel que desde la transición han jugado, la participación de las
FFAA en funciones de seguridad constituye una excepcionalidad. Tal
despliegue sólo se justifica en circunstancias realmente extraordinarias —como
catástrofes naturales—, y debe regirse por protocolos estrictos de uso de la fuerza,
subordinación al poder civil, y apego irrestricto a los derechos humanos.
En la edición de junio de
la revista Le Monde Diplomatique, el investigador Pedro Vuskovic Céspedes nos
alertaba sobre los riesgos que en situación de excepcionalidad sufren las FFAA
cuando se vinculan a actividades de control de orden público, esto visto desde
la experiencia comparada latinoamericana: “Su involucramiento continuo en
funciones policiales conduce a su desprofesionalización y desgaste, alterando
su identidad y modo de operar.”
Ciertamente, que el
fenómeno de la contaminación criminógena de las FFAA —que por mandato deben
estar preparados para la defensa de la integridad territorial de la nación—
resulta preocupante, pero no del todo sorprendente. Más allá de las
consideraciones históricas sobre el rol que las Fuerzas Armadas jugaron en la
dictadura, lo cierto es que en algún momento del proceso de transición
—particularmente desde la década del 2000— estas instituciones asumieron
formalmente una conducción subordinada al poder civil.
Sin embargo, a pesar de este
rol institucional, ha persistido un ethos para las élites que se proyecta más
allá de su función doctrinaria: una presencia latente en el imaginario político
como fuerza disponible para intervenir —y eventualmente dirimir— situaciones de
crisis interna de cierta envergadura, especialmente cuando se percibe que el
orden hegemónico podría verse alterado. Está de más señalar el papel
protagónico que las Fuerzas Armadas asumieron en el contexto de la revuelta
social de octubre de 2019, en el control fronterizo en el norte, o desde hace 3
años en el wallmapu, reeditando su papel de garante del orden, esta vez bajo el
amparo del estado de excepción.
En este marco de crisis, han surgido distintas interpretaciones
para “entender” los hechos delictuales que se han conocido. Por ejemplo, en El
Mercurio se ha señalado que una de las razones que pudieran explicar estos
hechos (17 viajes en que trasladaron varias toneladas de droga desde el norte a
la zona central) sería las “bajas” remuneraciones de funcionario. No obstante, Chile
reserva el 1,56 % del PIB en defensa, siendo el cuarto más alto después de
Colombia, Ecuador y Uruguay. Este índice expresado en presupuesto es el tercero
con 5.105,4 millones
de dólares, siendo Brasil y Colombia los que encabezan la lista. Los sueldos de
los 6 suboficiales involucrados (2.ª Brigada Acorazada “Cazadores”) percibían una
remuneración bruta promedio de 1.5 millones de pesos, con una serie de beneficios
siendo el más destacado que con 20 años de servicios pueden jubilar manteniendo
prácticamente completa la renta al momento de salir de la institución.
No estamos en presencia de personas empujadas por alguna
precariedad a vincularse a uno de los peores flagelos que asoman en el mundo,
el narcotráfico y su industria de destrucción y muerte -de un modo similar a
como se relacionan con la guerra-, parece más probable que cuando estos
funcionarios se corrompen lo hacen por el acto de lucrar, dejando de lado
cualquier otra consideración.
En nuestro país, las FFAA han sido instituciones
particularmente herméticas, con códigos de conducta que en otros momentos de
los últimos años han podido actuar con criterio de cuerpo cuando son cuestionados
por el mundo civil. Una de esas recientes acciones de autodefensa y
amedrentamiento contra aquellos que le cuestionan, en el ejército, fue el incidente
denominado como “Milicogate”, una operación (W y Topógrafo) que intentó ocultar
una malversación que alcanzó al menos 6.100 millones de pesos a marzo de 2019.
No es encender una alarma al conocer procesos como los que se
han vivido en otros países del continente, que de modo ascendente integrantes
de organismos armados se fueron involucrando en episodios delincuenciales de
gran escala, con situaciones como las de México, Ecuador o Colombia, en las que
partes completas de contingente militar se transforman en brazo armado o en
organizaciones criminales que controlan cuotas del mercado delictual, asolando
territorios y vulnerando los derechos humanos, es un peligro que se debe considerar.
Lo que una perspectiva de derechos humanos impone es que las
acciones de control de seguridad y orden público lo desarrollen instituciones
policiales capacitadas y con recursos para aquellas tareas, con un horizonte en
la prevención, interviniendo socialmente territorios con presencia de
organizaciones criminales, en que el Estado asuma su rol de organizador y
proveedor para esas intervenciones, todo esto en una lógica de disputar y
perseguir el mercado criminal.
Estos aspectos que destacamos, dentro de una serie de otros
elementos de la historia, cultura y estructura de funcionamiento institucional,
hacen de estos hechos una alarma: los militares deben volver a su rol funcional.
Y en este sentido, la sentencia que nos propone Vuskovic Céspedes parece pertinente:
“No sirve un policía que crea que
su tarea es eliminar a un delincuente. Éste -por violento que sea- no es un
enemigo, ni un adversario; es un civil que infringe la ley.”.
Fuente:
https://www.theglobaleconomy.com/rankings/mil_spend/South-America/?utm_source=chatgpt.com