Raffaella Carrá, una estrella en la infancia
A Raffaella Carrá la recuerdo de niño en la década de 1980, allá en los patios y potreros que rodeaban al recinto que cobijaba el Colegio Las Nieves en el paradero 35 de Concha y Toro (extensión de avenida Vicuña Mackenna al sur oriente de Santiago). En ese lugar se ubicaba, además, el internado en que vivía de lunes a viernes, y a veces debía cumplir ahí dos semanas de permanencia. La italiana era un sonido alegre en ese encierro.
La música de
la cantante tenía un sentido subversivo, un tufillo que acompañaba el despertar
sexual, una ambigüedad lírica que hablaba de “caliente, caliente”, e invitaba explícitamente “para hacer bien el amor hay que venir al sur”,
palabras en código erótico que por lo mismo llamaban la atención a esos
muchachos preadolescentes, yo entre ellos, que debíamos contener nuestros
impulsos de una realidad en que la autoridad era un pesado pedestal que soportaba
la presencia de una dictadura, la estricta educación representada por curas
españoles, y un entorno social complejo que cada interno cargaba desde los
hogares.
Por eso la
Carrá era importante y significativa. Al enterarme de su fallecimiento volvieron
a mi mente muchos recuerdos, como juegos de niños cantando esas letras guiados
por los cancioneros que se compraban de segunda mano en las ferias de fines de
semana, en la que cada estrofa estaba expuesta para despertar la alegría, la
añoranza y la representación de roles habitualmente vetados para chicos de
entre 10 y 15 años, sonidos que se infiltraban desde las ondas de radioemisoras
de AM que se escuchaba en cada rincón de las poblaciones en que habitábamos, actos
de resistencia al gris tiempo en el que nos tocó crecer.
Si acaso alguien
tenía la ocasión de ver la diva en algún televisor – todos en blanco y negro-
era un lujo, una oportunidad que permitía asomar los sentidos y contemplar a
una mujer delgada y de pelo claro, por no decir blanco, que se movía con una
soltura que parecía artificial, de otro mundo, experiencia que era compartida
en la escuela/internado cuando se tararear el estribillo y se comentaba la
presencia de la artista en la pantalla chica.
Así y todo
esa referencia era ajena a lo que buscábamos como niños, el interés de cada uno
era correr, saltar y jugar a la escondida o a la pelota, por lo mismo la Carrá se
infiltraba como parte de una banda sonora, la música que se escapaba entre las
grietas imaginarias de ese recinto inmenso y duro que dos décadas después se
ocupó como edificio consistorial de Puente Alto.
Era un
tiempo desprovisto de digitalidad, una existencia en tonos grises y analógicos
que exigían imaginación, como por ejemplo cuando a finales del año de 1986 nos
correspondió preparar algunos números musicales en la semana de aniversario del
colegio. Puros cabros chicos llenos de espíritu y hormonas, sin ni una mujer
que representara a la Carrá en un sketch donde algunos seríamos bailarines sobre
los que iría un compañero cantando “0303456”, rematando con una especie de
llamada telefónico sin respuesta.
El primer
dilema fue designar a quién sería el que representaría a la estrella. Debía ser
delgado para poder ser sostenido por el resto, en tiempo en que la desnutrición
era habitual no fue difícil definir al indicado, un chiquillo liviano como una
pluma. No existía posibilidad de amplificar la canción, solo el micrófono del
salón de actos, por lo tanto el imitador debía entonar la parte del tema con el
número de teléfono y saltar sobre los brazos flacos del resto. Lo practicamos
un par de veces, junto a otros dos números principales que representaríamos en
la jornada. No ocultábamos el nervio pero salimos decididamente a representar
las dramatizaciones humorísticas.
El resultado
fue desigual. Incluimos un cuadro en que se imitaba a un hombre orinando en un wáter,
“ordinario” le pareció a un profesor que compartió su opinión en una clase
posterior del acto. Por lo mismo la inocente y travestida representación de la
Carrá pasó con una carcajada de los alumnos de todos los curos pero sin mayores
comentarios de los padres, claro, hasta que días después nos fueron llamando
uno por uno para preguntar por las fuentes de nuestra orientación sexual.
Al compañero
que hizo de Raffaella Carrá le fue ordenado realizar una penitencia para que le
quedara claro que hacer de mujer no es natural. Al resto solo conversar sin
mayores reproches, aunque creo que no tenían claro –nosotros menos- que
estábamos imitando un cuerpo de baile reconocidamente gay.
Ese recuerdo
definitivamente perdurará, así mismo como las canciones de la Carrá.