Es un ejercicio del alma, de la conciencia y de la paciencia.

Hemos esperado toda la tarde la lluvia, que una capa humada cubra el asfalto casi reseco de las calles, del empedrado de esos pasajes inquietos que ya hemos recorrido un par de veces contando pasos y saltando veredas, construyendo esa reserva de vida llamada recuerdos.
La lluvia no se asomó, cual vergonzoso niño que no alcanza a presentar su presencia por miedo a ser indicado con envidia. No importa, pues esas mismas calles nos han acompañado, mientras seguimos contando pasos y saltando veredas.
Esta vez su mirada es un poco, solo un poco, más melancólica, casi como las nubes que ocultan la lluvia que no se decide caer.
Es hipnótico el movimiento de las ramas llamando la atención de tus ojos –le digo-, juegan a las adivinanzas, a la distracción de tus sueños, a la escondida de los colores. Te quedas en silencio, silencio que es el momento para esclarecer el cuerpo. Te abrazo intentado no invadir tus pensamientos –mentira, sólo quiero atraerte a mi dimensión.
Al fin te suelta el baile de las hojas arrojadas al suelo. Me miras y dices mi nombre sin entonación, sin acento, sin aliento, es un sonido silábico, una guturización que recuerda la primera llamada del alma, la conciencia y la paciencia.
Mi nombre se pierde, de escapa del ser. He dejado de llamarme. Sin atributo que me asigne a este mundo, ya soy una sombra que te sigue bailando entre las ramas, mientras te acompaña otro ser que espera que caiga la lluvia.

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