en las cenizas está el fuego...

Ella no disimuló la contradicción que le provocaban mis palabras, ese tono que algunas veces me criticaba cuando yo bebía más de la cuanta.
Me lancé al sofá, y busqué una cajetilla de cigarros que tenía en algún bolsillo de mi pantalón. Lo encontré con algo de dificultad, dándome cuenta que si estaba muy bebido y no tenía total control de mis reflejos. Quería darle tiempo para que todo se diera de manera silenciosa.
Siempre tenemos estos aterrizajes forzosos, volamos alto, suave. Mientras comemos las miradas inundan nuestras almas, pero cuando hablamos de nuestras decisiones difíciles, siempre tenemos aterrizajes forzosos.
Todo eso lo dijo sentada en la silla que daba a la espalda del sofá. Supuse que estaría con la cabeza agacha, las manos cruzadas como un gesto de suplica. La vi sin mirar y todo aquello y el silencio, el frío silencio me dio mucha pena.
Pensé en la vez aquella que me dejó, la vez anterior cuando la decisión fue brusca y desesperada. El espanto de despertar solo, la luz de la mañana perdiendo todo encanto, el significado que podría tener estando a su lado.
Pero esta vez todo fue consensuado pero eso, me daba cuenta, no lo haría menos doloroso. No bastaba con una comida, con las palabras para suavizar el aterrizaje, ni las miradas tranquilas, ni los protocolos de adultez maduros.
Aspiré nuevamente el cigarro y dije mientras se elevaba el humo casi transparente: en la ceniza está el fuego… y en el fuego está el calor, y en el calor está la vida.
Sólo sentí que la puerta se abría.
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