Despertar esquina Marte
I
Un remolino descendió desde las faldas oscuras de la pared de roca que rodea el plano de la ciudad. Encendió la pipa con una carga de tabaco, mixto, como aprendió a fumar hace ya algunos años. Cortó su Ipod para escuchar el sonido esencial, la ternura de la vida, pensó en una idea, un verso para algún poema que dedicaría a la mujer especial, la compañera insigne que le acompañaría, estaba seguro, en cualquier momento. Pero no era un cualquier momento indeterminado, una circunstancia que se podría dar o no, irremediablemente atada al destino. No. Era un “en cualquier momento” en los próximos minutos, cuando el viento calido de aquella inquieta tarde fuera testigo del encuentro.
Miró la hora. Seguro que era en esa calle. Calibró la memoria visual en el papel en que anotó el lugar: Despertar esquina Marte. Una mirada alrededor, las hojas que se barren con el viento insolente de ese tiempo que despierta a tempestad. No quiso obligar al reloj, como gesto instintivo, un acto reflejo inconciente que solo muestra la ansiedad de la espera.
Las flores estampadas detrás de la oreja derecha, tres sellos tatuados como una identidad que la hacen tan única, y que aquella vez que la conoció la hizo ser tan particular, ni la sombra de las mujeres que han habitado su mundo. Pensó.
Sin arrepentimiento la dejó partir al viaje, eran tres meses, fueron seis. Dos años han pasado y nunca dejaron de comunicar sus pasos, sus proyectos cumplidos, las esperanzas que se vuelven en edificios, o la ruina de un camino mal empedrado.
El viento volvió a sonar. Despertó sus pensamientos, lo difuso de los recuerdos hace titubear los datos de la cita, la fecha, la hora, el lugar, la persona. Sintió un peso amargo en la boca. La última fotografía la muestra en una plaza en Turín, o era Roma. Se ve alegre, dichosa de su vida.
Qué habrá cambiado en ella, es decir esos detalles que hacen de su cuerpo, sus rasgos tan únicos, su tatuaje.
II
Han pasado dos días. La lluvia llegó con el aviso suave de abril, comunicando sus intenciones, amenazando pero igual toma por sorpresa a los paseantes distraídos.
No ha salido del departamento, que compartió con ella, y que tiempo después que partió y cuando el viaje perecía extenderse, una vez conversado por mail, lo habitó con un conocido, un hombre joven –no quiso invitar a una mujer, pues pensó que podría molestarle- que conoció en la universidad. En ese tiempo tomo un diplomado que pasó sin pena ni gloria, un dato de currículo, sin la menor incidencia en la vida, como sucede generalmente con muchos seres que pasan en la existencia.
Fumaba una carga larga de tabaco mientras escucha sin mayor atención la música de un equipo incoloro, como sentía sus días.
Sonó el citófono. Rodolfo. Soy yo…
Sintió una molestia automática al estomago. Apretó el interruptor para abrir la entrada del edificio. Arregló rápidamente su camisa y el suéter, paso la mano por el pelo y le echó fuego a la pipa para espantar el olor encerrado de la sala.
Pasaron dos minutos y sintió el toque del timbre. Al abrir vio a la mujer que sería de él “en cualquier momento”. Su rostro ere en esencia el mismo, solo tal vez el pelo más largo y de un color que no recordaba. Su voz inmediatamente se apoderó de sus recuerdos, sus ojos iluminaron todo su estado. Ni si quiera pensó en reclamar por la espera de horas y días, en la decepción, en los mail sin contestar, en los mensajes a la casa de la hermana. Todo se olvidó en ese momento. Al fin la tenía ahí, de frente.
III
Siempre confundes historia y memoria, trabajan sobre el mismo material pero son diferentes miradas. Los recuerdos son la referencia, el relato que construimos de nosotros mismos, la historia es, en el mejor de los casos, un acuerdo. Nuestra historia no es lo que tu memoria ha construido de los dos.
Es lo que suena, aturdido aun por la conversación.
Rodolfo se ha encerrado a vivir de la ausencia de recuerdos. Cada jornada parte haciendo ejercicios para olvidar, en un esfuerzo funesto que lo va desintegrando. Es Funes el olvidador, el destructor de recuerdos.
Pero inevitablemente, al atardecer de otoño, por alguna razón evita transitar por las calles bañadas del viento que barre, muchas veces calido, las hojas y los restos que la vida va dejando en la orilla del recuerdo.
Evitando de cualquier forma las calles Despertar esquina Marte.
Un remolino descendió desde las faldas oscuras de la pared de roca que rodea el plano de la ciudad. Encendió la pipa con una carga de tabaco, mixto, como aprendió a fumar hace ya algunos años. Cortó su Ipod para escuchar el sonido esencial, la ternura de la vida, pensó en una idea, un verso para algún poema que dedicaría a la mujer especial, la compañera insigne que le acompañaría, estaba seguro, en cualquier momento. Pero no era un cualquier momento indeterminado, una circunstancia que se podría dar o no, irremediablemente atada al destino. No. Era un “en cualquier momento” en los próximos minutos, cuando el viento calido de aquella inquieta tarde fuera testigo del encuentro.
Miró la hora. Seguro que era en esa calle. Calibró la memoria visual en el papel en que anotó el lugar: Despertar esquina Marte. Una mirada alrededor, las hojas que se barren con el viento insolente de ese tiempo que despierta a tempestad. No quiso obligar al reloj, como gesto instintivo, un acto reflejo inconciente que solo muestra la ansiedad de la espera.
Las flores estampadas detrás de la oreja derecha, tres sellos tatuados como una identidad que la hacen tan única, y que aquella vez que la conoció la hizo ser tan particular, ni la sombra de las mujeres que han habitado su mundo. Pensó.
Sin arrepentimiento la dejó partir al viaje, eran tres meses, fueron seis. Dos años han pasado y nunca dejaron de comunicar sus pasos, sus proyectos cumplidos, las esperanzas que se vuelven en edificios, o la ruina de un camino mal empedrado.
El viento volvió a sonar. Despertó sus pensamientos, lo difuso de los recuerdos hace titubear los datos de la cita, la fecha, la hora, el lugar, la persona. Sintió un peso amargo en la boca. La última fotografía la muestra en una plaza en Turín, o era Roma. Se ve alegre, dichosa de su vida.
Qué habrá cambiado en ella, es decir esos detalles que hacen de su cuerpo, sus rasgos tan únicos, su tatuaje.
II
Han pasado dos días. La lluvia llegó con el aviso suave de abril, comunicando sus intenciones, amenazando pero igual toma por sorpresa a los paseantes distraídos.
No ha salido del departamento, que compartió con ella, y que tiempo después que partió y cuando el viaje perecía extenderse, una vez conversado por mail, lo habitó con un conocido, un hombre joven –no quiso invitar a una mujer, pues pensó que podría molestarle- que conoció en la universidad. En ese tiempo tomo un diplomado que pasó sin pena ni gloria, un dato de currículo, sin la menor incidencia en la vida, como sucede generalmente con muchos seres que pasan en la existencia.
Fumaba una carga larga de tabaco mientras escucha sin mayor atención la música de un equipo incoloro, como sentía sus días.
Sonó el citófono. Rodolfo. Soy yo…
Sintió una molestia automática al estomago. Apretó el interruptor para abrir la entrada del edificio. Arregló rápidamente su camisa y el suéter, paso la mano por el pelo y le echó fuego a la pipa para espantar el olor encerrado de la sala.
Pasaron dos minutos y sintió el toque del timbre. Al abrir vio a la mujer que sería de él “en cualquier momento”. Su rostro ere en esencia el mismo, solo tal vez el pelo más largo y de un color que no recordaba. Su voz inmediatamente se apoderó de sus recuerdos, sus ojos iluminaron todo su estado. Ni si quiera pensó en reclamar por la espera de horas y días, en la decepción, en los mail sin contestar, en los mensajes a la casa de la hermana. Todo se olvidó en ese momento. Al fin la tenía ahí, de frente.
III
Siempre confundes historia y memoria, trabajan sobre el mismo material pero son diferentes miradas. Los recuerdos son la referencia, el relato que construimos de nosotros mismos, la historia es, en el mejor de los casos, un acuerdo. Nuestra historia no es lo que tu memoria ha construido de los dos.
Es lo que suena, aturdido aun por la conversación.
Rodolfo se ha encerrado a vivir de la ausencia de recuerdos. Cada jornada parte haciendo ejercicios para olvidar, en un esfuerzo funesto que lo va desintegrando. Es Funes el olvidador, el destructor de recuerdos.
Pero inevitablemente, al atardecer de otoño, por alguna razón evita transitar por las calles bañadas del viento que barre, muchas veces calido, las hojas y los restos que la vida va dejando en la orilla del recuerdo.
Evitando de cualquier forma las calles Despertar esquina Marte.
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