La ciudad está viva y tiene memoria: resistir la gentrificación de barrio Bellavista
La ciudad está viva y tiene memoria. Esta constatación ha sido una idea recurrente en mis devaneos, en mi circunstancial flâneur, ese callejeo sin destino que me ha permitido conocer rincones e identificar historias, en especial de las cuadras del centro, la parte más antigua de la capital. En este caminar, en todo caso, he ido construyendo y concentrando mis pasos por el barrio Bellavista, al norte del río Mapocho, punto cardinal de rutas imaginarias, coordenada simbólica de la fiesta, que se transita como un microuniverso inserto en ese sistema vivo denominado Santiago.
Esta zona de la ciudad es una de las más antiguas, después de
las cuadras que están entorno a la plaza de Armas. De hecho, fue la primera
expansión urbana unas décadas después de la fundación de la capital en 1541. René
León Echaiz en “Historia de Santiago” (Ediciones Nueve Noventa, 2017) señala
que esta primera expansión, desde la fundación, era conocida por los indígenas
que habitaban la cuenca como la Chimba (en quechua “la otra orilla”) ubicado al
norte de la rivera del rio. Con una orientación de norte a sur, contaba con la arteria
más antigua del balle central: el camino del Inca, denominado también “camino
de Chile”, o por los conquistadores como “cañada de la Chimba”, era a la vez un
brazo en las crecidas descontroladas del Mapocho, vía que desde la época de la
república se conoció como avenida Independencia. Pero esta zona cuenta con una segunda
calle que le da la identidad y que va casi en paralelo a la primera: camino de
“El Salto” que se internaba en dirección norte por una serie de chacras,
pasando por cerro Blanco, la capilla de Monserrat, o la viñita, intersección
que hoy se conoce como avenida Recoleta.
En torno a esta zona de la Chimba es que en el siglo XIX se
asientan una serie de urbanizaciones, que avanzada las primeras décadas del
siglo XX implican la creación del barrio integrado, en que por un lado había
viviendas para trabajadores y empleados, y por otro, verdaderos palacios de la
oligarquía terrateniente, como la emblemática Casona de Domingo Durán en plaza
Caupolicán, hoy convertido en un hotel boutique.
Un hito significativo fue la inauguración, en 1925, del
Funicular del cerro San Cristóbal, antecesor del que sería el Parque
Metropolitano. Este punto nodal determinó, hasta el presente, la fisonomía del
barrio, al ser el eje Pio Nono una vía de acceso al novedoso medio de ascenso
del cerro, que con los años fue un paseo familiar para varias generaciones de
habitantes de la capital.
Ya entrando la segunda mitad del siglo XX se asentaron destacados
recintos de esparcimiento, en la idea de atender los requerimientos de aquellos
miles de paseantes que cada semana se acercaban al parque: siendo uno de los
más tradicionales, fundado en la década de 1950, Restaurant Venezia (que tiene
una crónica en esta misma revista), o en los ochenta el local Eladio o Los
Ladrillos (con diversos destinos, uno como restaurant y el otro como fuente de
soda).
Desde los noventa, con el inicio de la apertura que implicó la
transición, la noche volvió con bríos a ser una etapa significativa de la vida
social de la ciudad, en que Maestra Vida se instala como un referente junto con
otros muchos locales que ofrecían una diversidad de estilos y espacios.
Podemos dar un salto hasta esta década, pues es en este punto
que hay un quiebre singular de esta historia. Algunos culpan a la rebelión de
octubre de 2019, con su presencia evidente al estar a menos de dos cuadras del
epicentro de la épica lucha esperanzadora, pero la verdad es que entre ese periodo
y marzo de 2020, se estaba recuperando el flujo de público, y por tanto había
un optimismo por renacer la fiesta entremedio del petitorio emancipatorio de
aquel proceso, con todos sus claros y oscuros, pero llegó aquel sismo de
magnitud cataclísmica: la pandemia y el cierre por casi año y medio, la
existencia del barrio nunca volvió a ser la misma.
Hace un par de años escribí una columna sobre el cierre, momentáneo,
de aquel restaurant con tanta identidad conocido como “Venezia”. Su clausura
fue dolorosa, era un lugar de estadía y tránsito para cientos de habitantes del
barrio, de vecinos y trabajadores como los de Maestra Vida, o los operarios del
teleférico del parque, para taxistas y poetas vagabundos, artistas sin trabajo
y amantes desesperados, todos tenían un espacio en ese tugurio de sabor y ocasional
música en vivo del cantante de camisa y corbata, que interpretaba con su
guitarra el bolero de ocasión a cambio de una propina. Tiempo después ese recinto
de casi un siglo fue reducido hasta sus cimientos, y sobre sus escombros surgió
un nuevo espacio, alguien por ahí pudo contener la respiración y admirar la “modernidad”
y la “higiene”, el brillo de las luces y el cromado, mesas metálicas en la que
una estaba “reservada” con una estatua en tamaño natural del mayor vecino que
tuvo el barrio, a dos cuadras de esa esquina, desde La Chascona, Pablo Neruda caminaba
hasta sus comedores para disfrutar sus platos caseros, ahora ese mismo
personaje era representado por un maniquí que pretendía atraer al turista y a
los visitantes sofisticados que podían reconocer en el entorno un circuito de poesía
y belleza, pero por alguna razón ese brillante proyecto fracasó.
En ese nuevo presente, alcancé a visitarla en dos
oportunidades, hice el ejercicio crítico, pretendí estar ahí de manera
desprejuiciada, pero nada de lo que viví en esas visitas era siquiera la sombra
de los cientos de veces que estuve entre sus mesas o en la barra, todo era tan “turístico”,
no muy distinto a lo que se podría experimentar -esa era la pretensión- solo a
400 metros al sur en Patio Bellavista, o barrios como Italia, un acto performático
con precios de zona oriente sin alma.
El geógrafo David Harvey en su texto “Ciudades Rebeldes”
(Akal, 2013) ha criticado los procesos de gentrificación, como un fenómeno del
capital que combina la especulación financiera capitalista con el esfuerzo por
expulsar aquello que impide la valorización del objeto inmobiliario: los
vecinos pobres y la vida comunitaria. “La gentrificación no es más que una
forma elegante de acumulación por desposesión. Se apropia de barrios populares,
los revaloriza y luego los vende al mejor postor, desplazando a quienes allí
vivían.”.
Por otro lado, para la teórica del urbanismo crítico Sharon
Zukin, señala que lo auténtico ya no se valora por su contenido vital, sino por
su potencial comercial: se embalsama la cultura para venderla mejor.
Creo que es claro que el esfuerzo por la gentrificación es una
tendencia deseable para aquellos que especulan, para el inversor que pretende el
mejor retorno en una acción que es ante todo una batalla por la genuina cultura
de los habitantes de una zona de la ciudad, en este caso del barrio con una
historia centenaria. Quiero destacar, en todo caso, que no estoy en contra de
un cierto orden, de la limpieza y el hermoseamiento de las calles, el que las
incivilidades son nocivas para los vecinos y negocios, pero aquello no se logra
echando abajo lo que le da identidad a la ciudad, ni a sus personajes, por
molestos que puedan ser para algunos como los locos y los drogadictos, los desplazados
y los vendedores de chucherías, el atorrante que pide la moneda para el copete
o la droga, en un punto si eliminamos aquellas externalidades el entorno pierde
la identidad, esos fantasmas están desde siempre, de antes que los emprendedores
de la especulación financiera pensaran
en invertir en esos locales de adobe, los derribaran y construyeran distintos
espacios de diversión.
Aquí adquiere un sentido singular la idea de la memoria de la
ciudad. Oreste Plath en “El Santiago que se fue” (FCE, 2010) reserva una
entrada para “Venezia” en el apartado “Rincones de ayer y hoy”. Cuenta,
brevemente, sobre su origen alrededor de 1950 y el papel que jugó la familia
González en su desarrollo, descrito como el primer restaurant de la calle Pio
Nono. Plath falleció en 1996, no tuvo la dicha o desdicha de ver desaparecer muchos
de esos lugares que describía en su texto, en el que también hace un recorrido
por aquellos sitios que hasta que escribió su ensayo ya habían desaparecido, especialmente
del centro, aquellos que dieron vida a varias generaciones de bohemios y pasajeros.
Hoy se transforma en una pizzería haciendo una apuesta por la alegoría de su
nombre, pero ¿sabrán sus administradores que se llama así por una asociación
casi infantil nacida en las primeras décadas del siglo XX? En aquel entonces,
esas calles recién urbanizadas recibían las aguas de canales de regadío que
bajaban desde el cerro San Cristobal, y por esa circunstancia —una mezcla de
juego, paisaje y memoria— se le empezó a llamar así: Venezia.
La ciudad está viva y tiene memoria. Hay en todo esto de
contener el esfuerzo por gentrificar un acto por la memoria, por la existencia
de barrios que integren distintos tipos de personajes, sus habitantes, pobres y
sofisticados, naturales e inmigrantes, rumberos y borrachos, ciertamente el
turista, pero sin perder la emoción de coexistir en un espacio con identidad,
como dice un meme que me mostró mi compadre Mario: cuida al borracho que te
pide la moneda, que es la manera de defender el barrio de la gentrificación.