Mi viaje con THC una madrugada por Santiago y la claridad de W. Benjamín
Después de cerrar la caja del local, pasado las 4 de la
mañana, me animé a comer un queque de cannabis que me habían regalado unas
semanas antes. Era la madrugada de un domingo, y mi compañera había quedado de
ir a buscarme en auto, por lo que me encontraba con la tranquilidad de no tener
que cruzar varias comunas en bicicleta.
Cuando Álvaro me entregó el brownie -él mismo había cosechado
la planta, preparado la mantequilla y horneado el snack- me advirtió que podía
ser potente y que lo comiera dosificado. Desde esa vez lo guardé hasta
encontrar una oportunidad y condiciones para consumirlo: no tener que usar la
bicicleta, que fuera después de la hora de trabajo, y que estuviera en un
entorno que considerara seguro, contexto que evalué en aquella jornada como
óptimo, además el mismo cocinero, temprano aquella noche, me había preguntado
por mi experiencia con el alimento, y le señalé que aún no lo probaba a lo que
sugirió que con los días se echaría a perder, pues era material orgánico.
Creo que es importante para el relato que continúa que no soy
consumidor habitual de alguna droga, siquiera puedo tomar algún cóctel o
destilado una vez ocasional, nunca he fumado cannabis y hace más de 10 años
había consumido unos productos a base de THC que tuvieron distintos efectos,
algunos, recordaba, agradables y divertidos y otro angustioso y desagradable.
En esta oportunidad, con todos estos antecedentes, solo probé
un bocado, menos de la mitad y esperé si algo acontecía con mi estado. Al pasar
los minutos, la media hora y más, pensé: fue solo un trozo de no más de 20
gramos, y entre el ajetreo del cierre del local probablemente no surtiría
efecto. Tan convencido estuve que en un momento quise comer el resto que
quedaba para terminarlo antes de salir del boliche, pero desistí porque ya llegaban
por mí.
A eso de las 5 salí del local, me encaminé con mi compadre
Mario, iba con su bicicleta al lado, por lo que charlamos mientras nos
dirigíamos hasta la plaza Camilo Mori en el barrio, donde me esperaba mi
compañera. En ese trayecto de dos cuadras comencé a sentir un cambio en mi
ánimo, como algo liviano y jocoso de la noche y le hice el comentario a mi amigo
que me sentía ligeramente volado, y asumí que sí me estaba afectando el queque.
Me despedí y subí al auto, saludé a mi mujer y en ese mismo
instante percibí una marcada sensación de liviandad, profunda y divertida, y
sentí su mirada, supuse que pensaba que estaba borracho, le dije sin que ella
hubiera señalado algo que no lo estaba.
Continuamos el camino, y no pasaron un par de calles cuando
siento definitivamente que estaba dominado por el efecto de la droga. Fue un
viaje que sentí extremadamente largo, en que percibía la lentitud de los
cambios del semáforo, le manifesté esa sensación cuando esperábamos el cambio
de luz de la segunda parada en Avenida Santa María, y le dije que estaba
profundamente volado, que había comido un queque y que el efecto era evidente y
total en mi conciencia.
Avanzamos mientras mi mujer me miraba de reojo, probablemente
quería saber si lo que le decía era efecto de la droga. Yo le contaba que solo
había consumido unos gramos pero que por mi falta de costumbre, intuía, el
efecto había sido más intenso. Ella entre una risa incómoda me señalaba que
estuviera tranquilo, porque fue evidente que en algún momento comencé a desesperarme,
era notorio, sentía que perdía el control de lo que hablaba, de lo que estaba
viviendo, las palabras se alargaban, y lograba observar esa situación como si
estuviera a distancia, cuando lograba concentrarme no sabía cuánto tiempo había
pasado -eran solo unos minutos pues conocía la distancia y el camino por el que
íbamos.
Ahora cuando ordeno estas ideas, no puedo dejar de pensar en
ese ensayo minúsculo que escribió Walter Benjamín “Haschisch”
(Taurus, 1995) que leí hace varias décadas y que describía sus experiencias con
el THC en la década del 1930 en compañía de su compadre de viaje Ernst Bloch,
una idea que subyacía en sus notas, la distorsión del tiempo: “El tiempo se
parte en fragmentos, en momentos que se ramifican como cristales; cada uno
lleva en sí un mundo entero.”.
Esta idea es la que me cruzó gran parte de “mi” viaje, que fue
movimiento físico y subjetivo, inquietante y sobrecogedor.
Por alguna razón, creo que se lo pedí, nos fuimos haciendo una
ruta conejeada por calles interiores, entre Providencia y Ñuñoa, entramos por
calle El Vergel y no sé por qué la asocié a la comuna de La Granja, y comencé a
hablar de ese sector de Santiago, pero al mencionarlo admitía que lo hacía
porque asociaba esa calle con la otra comuna que no tienen nada que ver.
El tema es que, en todo este trayecto, comencé a cambiar de
ánimo, pasando de la risa o la alegría a la angustia y la frustración por lo
que estaba sintiendo. Antes de llegar al destino, mi compañera pasó por un
servicentro y me compró unas masas dulces para que las comiera, además de tomar
líquido. Al llegar a las afuera del condominio quedamos un tiempo (pudo ser una
idea de su extensión) hablando, yo intentaba controlar mis sentidos, pero no
podía.
“El embriagado con hachís se convierte en espectador de su
propia existencia, y el mundo se vuelve espectáculo.” Nota de 1934, “Haschisch”.
Entramos y nos acostamos, en la cama seguía hablando, mucho, a
pesar de sentir cansancio, no lograba concentrarme y la mente se iba en
pensamientos disociados. Por otro lado, lograba percibir a esa altura que ella
estaba preocupada, tal vez lo mío era algo más que el efecto de la droga, lo
supuse, que estaba en una crisis siquiátrica o algo por el estilo, y pensé que tal
vez algo así deben sentir quienes tienen alguna condición mental, lo principal
en ese momento era la disociación, la idea que aquello que estaba sucediendo
era distinto a mi propia conciencia, que estaba partido en dos entidades.
Creo que a la hora logré bajar la intensidad de los
pensamientos.
Al despertar, al mediodía, sentía sed y algo de hambre, pero el
efecto se había ido.
Ahora creo que efectivamente el consumo alimenticio de un
preparado de esta naturaleza debe ser muy acotado, al menos para personas como
yo que no acostumbra a consumir, que además tiene un perfil de pretendida conciencia
de sí, que ante la imposibilidad de tener el control de las palabras y los
actos surge la angustia, que va más allá de la perspectiva, legítima, del acto
recreacional del compuesto, algo que el mismo Benjamín criticó en tanto la pretensión
de liberación no es tal y absoluta, uno
rompe con la percepción momentánea del otro, la alteridad y sus circunstancias,
y entra en un estado que dificulta el acto empático y la acción transformadora
en un horizonte de largo aliento.
No quiero suscribir una postura crítica antojadiza, solo digo
que la experiencia debe ser medida y controlada, un acto de adultos y que legítimamente
son dueños de sus acciones, pero que cuando se trata de tener control de la
voluntad, mejor estar lejos de estos estados.