Elecciones del 26 y 27 octubre, una derrota que profundiza la normalidad hegemónica posrevuelta
El
avasallador avance de las derechas, entre estas el de la ultraderecha
republicana, es un indicio decepcionante de lo lejos que estamos aún de lograr
construir -o consolidar- cambios sociales significativos para Chile.
Con
este resultado, una derrota en regla, se cierra el impulso transformador que se
abrió con la revuelta y se consolida el avance contrareformista de las élites,
volvemos a transitar entre la resistencia y el pesimismo, en un contrapunto que
la historiografía a estudiado -en nuestro país y en otras latitudes- en múltiples
ocasiones respecto del impulso transformador de una sociedad es respondido con
la fuerza y la reinstalación de la “normalidad” hegemónica, que para nuestro
caso es el orden neoliberal, que se refuerza por una serie de mecanismos que
doblegan la historia del mismo proceso transformador expresado en la revuelta
social de octubre de 2019.
Algunos analistas señalan que este resultado coloca un elemento de estabilidad institucional en el sistema de representaciones políticas, el problema es que se da en un contexto de profundidad del descrédito que posibilitó la irrupción insurreccional del 18-O, aquellas formas de violencia simbólicas (ver Slavoj Žižek) que imponen una realidad en el ámbito de una institucionalidad que rebalsa la conciencia de los individuos que componen esta comunidad denominada Chile.
Pero
dentro de todo este complejo panorama para las militancias progresistas, estas
elecciones del 26 y 27 de octubre, sí tuvieron una muestra del modo en que se
puede romper el cerco hegemónico, y fue el triunfo de Matías Toledo en Puente
Alto, un indicador de lo que debe hacer la izquierda en largo plazo: trabajar
en el territorio con objetivos políticos claros, con imaginación transformadora
que asuma el desafío del poder como un camino para mejorar la vida de las personas,
en esto no hay atajo, en fin, desde el centro de la injusticia, seguimos
resistiendo.