Este invierno que es como los inviernos de la infancia, la memoria que despierta

Por los muchos inviernos sin invierno, este ha sido de los más largos y crudos que tenga recuerdo, dicen los cronistas, que no se ha dado algo igual en la última década.

Pero además ha reivindicado el arte de sobrevivir a la lluvia y el frío, aquella tradición centenaria para los habitantes de los valles centrales en que desde abril se rompía la sequia de casi 7 meses, parte del ciclo anual secano, para recibir la siempre generosa pluviosidad que permitía desarrollar aquellas actividades agrícolas que formaron la identidad de este territorio.

De hace algunos años, en medio de aquella sequía -los expertos dicen que lo de este es excepcional y que deberemos volver a los inviernos secos- había tomado la costumbre de dejar andando videos de YouTube en que suena y se ve caer lluvia, intentando traer la remembranza de los inviernos del pasado, que permitía recordar la infancia precaria pero feliz de las gotas golpeando los techos de zinc que protegían aquella casa que nos permitió, a mi madre y hermanos, salir del horror de una paternidad alcohólica y violenta, ese contrapunto del frío protegido en unas piezas pobres pero tranquila, acurrucado con la madre o el hermano son parte de la historia que ese sonido artificial me hacía evocar el incesante y monótono caer del agua.

Pero la lluvia también es parte del recuerdo del sacrificio de ese grupo familiar, de un negocio tan exigente como expuesto a los ciclos meteorológicos, ir a buscar los diarios y revistas al distribuidor despuntando la madrugada, llegar al kiosco, preparar la carga, salir a repartir, ojalá que la tormenta no fuera fin de semana -los días más complejos para nuestra actividad, pues repartíamos diarios con suplementos a cientos de clientes que esperaban en sus casa los sábados y/o domingo: La Tercera, Las Últimas Noticias o El Mercurio- nosotros asistiendo en esa empresa nuclear como canillitas, lo más agiles posible para que nadie reclamara el atraso de la entrega, esquivando con la bicicleta o saltando a pie el río que era Vicuña Mackenna antes de la canalización de aguas-lluvia, acompañando a la madre, aquella mujer empeñada en construir dignidad, y al final el premio: el calor de un brasero, el té o la leche caliente, unos sanguches de mortadela, secar la ropa empapada, esperar que pasaran las horas y si el aguacero no amainaba, cerrar al mediodía y partir, con frio pero felices de estar juntos, de compartir aquella vida sencilla pero digna que nos hizo florecer como seres humanos únicos y completos.

La lluvia de este invierno nuevamente me llevó a esos recuerdo de forma vívida, al momento de la fundación de la conciencia, darme cuenta de que aquella precariedad también podía ser impuesta por la discriminación, por la ponzoña que sin darnos cuentas se expandía entre los habitantes de aquel Chile en dictadura, dormido de democracia, e inoculado de neoliberalismo que varias décadas después se sigue usando como fórmula: “la plata es mía”, de las cuentas individuales de pensiones, de la recompensa colectiva, del sacrificio como acción privatizada de cada cual, la lluvia dejaba expuesta las respuestas menos solidarias, aunque en nuestro núcleo eso no afectara por la fuerza inmensa de la madre, que lograba abarcar las subjetividades de aquellos tres chiquillos, con calor y cariño.

Siempre espero que la lluvia sea un momento de recogimiento, y sé que eso es una proyección de mi presente tranquilo, pues veo también que hay precariedad y sufrimiento en aquellos que aún no pueden resolver un techo, una protección, por esa conciencia que ayudó a constituir mi madre, es una tarea que no podemos dejar de empujar.

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