Televisión análoga, una historia de mi infancia

El lugar que habité en mi primera infancia, el hogar materno, estuvo sin televisión hasta el año 1979.

Antes de ese año la programación que nos podía interesar como niños, con mis hermanos, solo la podíamos ver en las casas de vecinos que tenía aquel esencial aparato de entretención -y en el contexto histórico: de manipulación dictatorial, aunque no tuviéramos conciencia cabal de aquello. El régimen, en todo caso, tenía especialmente controlada la oferta que se podía observar por obra y magia de la tecnología catódica.

Aquellas cajas que decodificaban su señal en blanco y negro -algunas voluminosas como un mueble, aunque ya se comercializaban aparatos compactos- transmitían programación miscelánea, pero que a niños de 6 a 8 años nos centrábamos en el Chavo del 8, Chapulín Colorado y algún programa de animación o cartoons, especialmente los de la factoría Hanna-Barbera (mucho después me enteré que aquella marca hacía referencia a dos apellidos, no el nombre de una señora que creaba aquellos personajes), o los que se importaban desde Japón, como Ultraman o Ultraseven, centrales para la integración social con nuestros amigos de barrio o compañeros de colegio, por lo que debíamos tener claridad en lo que iban aquellas aventuras transmitidas en las tardes, con mis hermanos imitábamos las piruetas tipo cachascán, combinados con alaridos de poder.

A finales de la década del setenta, esa magia catódica llegó hasta nuestra habitación, de los niños, ya no tendríamos que salir a la hora de la once a pedir que nos permitieran ver el nuevo capítulo, ni enterarnos por terceros cómo iba la aventura del superhéroe, desde ese momento, y producto del esfuerzo de una madre que quería darles los mejores lujos a los que podía acceder entremedio de las precariedades de una vida marcada por una digna pobreza, los conflictos con un padre alcohólico, y el esfuerzo para sacar adelante a esos tres críos, logró juntar peso a peso y obtener aquel aparato, un televisor marca National de imágenes en blanco y negro, según lo que tengo entendido, de armado nacional.

Recuerdo la ansiedad, el olor a plástico nuevo, las conversaciones con mis hermanos menores para establecer algo así como reglas de uso, y especialmente la llegada de ese primer fin de semana, el domingo despertando temprano por pura impaciencia para encenderlo, con la decepción que a esa hora solo transmitían la misa en canal 13, probablemente me aburrí siguiendo los detalles de aquella programación hasta que llegó la hora de lo bueno, esa mañana en algún canal estaban emitiendo “Los viajes de Gulliver” (1939), claro todo esto lo señalo desde los residuos de la memoria infantil de un niño de 8 años, mucho después pude saber que aquella película animada de Paramaunt (la segunda filmada en la historia después de Blancanieves), dura más de hora y media, por lo que no estoy seguro de haberla visto completa, tengo recuerdos de algunas escenas, como si fuera un resumen, o es probable que vimos solo una parte para seguir explorando la “oferta” de canales que eran cuatro: el canal 3 de UCV (de dificultosa sintonización, que emitía desde Valparaíso); canal 7, la televisión nacional de Chile; canal 11 de la Universidad de Chile; y finalmente el 13 de la Universidad Católica.

Lo que sí recuerdo con claridad es que rápidamente mi vida comenzó a girar entorno de aquel aparato, a pesar de la advertencia de algún adulto que señalaba “no veas cerca la pantalla, te vas a quedar ciego”, u otras que hablaban de que nos transformaríamos en niños “mucha tele”, una especie de adicción que nos deformaría el cerebro. Así y todo, a pesar de los riesgos, no dejábamos de ver tele, entremedio, en todo caso, tampoco dejábamos de jugar en el barrio, a las bolitas, al pillarse, a la pelota, a la escondida, la dosis de programación se concentraba en las tardes, para no estropear el ciclo educacional.

Hace unas semanas leí “Mucha Tele. Una historia coral de la TV en dictadura” (FCE, 2023) de los investigadores Rafael Valle y Marcelo Contreras. Me trajo al presente aquella programación de brillante oscuridad, un oxímoron que describe lo que significaba observar programas con recursos e imaginación, pero que tras bambalinas escondía la mano de la censura y la autocensura, que de muchos modos ayudó a calmar la latencia del proceso de transformación neoliberal que vivió el país, entremedio del horror de los centros de exterminio de todo aquello que fuera oposición al mando militar.

Además, hace menos de un mes se realizó la última etapa de transición desde la televisión análoga (UHF/VHF) al formato digital, por lo que aquella arquitectura ergonómica del sintonizador de 13 frecuencias, que se debía manipular con los dedos cada vez que se pretendía buscar uno de los canales, quedó en el pasado para siempre, con ese cambio también se va una parte de la infancia.

Hoy ese tipo de tecnología es la prehistoria, nada de lo que se usa se podría comparar con la infinita oferta de canales y programas al gusto de cada observador, una forma de consumo que se adapta a los requerimientos del ser humano en otros contextos evolutivos y de alienación de las sociedades de la modernidad tardía, algo que mis sobrinos de 10 años simplemente les desesperaría, cuando el un dígito se encuentra cualquier contenido, del pasado y el presente.

Quedará el recuerdo.



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