El Estado y su política penitenciaria, los límites de garantía que caen mal a la élite: la campaña contra el Juez Daniel Urrutia

De las distintas dimensiones en las que se puede analizar la gestión del gobierno de Apruebo Dignidad/Socialismo Democrático, las que tienen relación con los derechos humanos es una de las más sensibles, especialmente porque en una perspectiva de largo plazo afecta el acceso a los derechos políticos, aquel legado es una producción normativa, en la que el Estado contará como herramientas para controlar distintas expresiones de disidencias.

La expresión última de la soberanía reside ampliamente en el poder y la capacidad de decidir quién puede vivir y quién puede morir…” señala Achille Mbembe en Necropolítica (2006) referido al poder del Estado, es una idea que aparece pertinente cuando se sitúa en el ámbito de las políticas públicas penitenciarias, en especial en el contexto de una crisis de seguridad pública, cuando se insiste de la presencia de una tipología de delincuencia asociada a violencia organizada y refractaria.

A fines de enero Daniel Urrutia, Juez del Séptimo Tribunal de Garantía de Santiago, autorizó la realización de comunicaciones con familiares para cuatro reos del Recinto Penitenciario Especial de Alta Seguridad (REPAS), en el entendido que les asiste el derecho a mantener contacto con sus familias, indistintamente de la situación procesal en la que se encuentren, asumiendo la condición de personas que están bajo el control y cuidado del Estado, con atributos que deben ser reconocidos y resguardados más allá de cualquier consideración.

Por cierto que los internos a los que se les reconoció aquel derecho básico están bajo investigación -algunos en calidad de imputados- y serían participes de una serie de delitos de alta connotación, que estaría relacionados con organizaciones criminales internacionales, y dentro de las medidas cautelares, por la naturaleza de los delitos que se les imputa, está la de cumplir dichas medidas en la unidad penitenciaria más severa que existe en el sistema, la unidad de máxima seguridad, que entre otras características segrega sin posibilidad de contacto físico a las visitas, salidas al patio dos horas al día, y estricta vigilancia en las celdas de confinamiento.

Este régimen ha sido criticado en diversos momentos desde que se implementaron en la década de 1990 -entró a operar para mantener a prisioneros políticos el año 1994. Aquellas críticas tenían que ver con la perspectiva de reinserción social de los internos, de las condiciones de encierro y la pérdida de las condiciones mínimas como sujetos de derecho que están cumpliendo una pena restrictiva -la más severa que reconoce nuestro ordenamiento jurídico- como es la privación de la libertad.

En el mismo tiempo que el tema de seguridad pública asumió un papel preponderante en la política en Chile, desde fines de la década de 1990, en una mezcla de oportunidad por determinar agendas y dirección de los gobiernos, se instalaron diversas doctrinas jurídico penales que, en especial a nivel internacional después del atentado de 11 de septiembre en EEUU, entraron a darle soporte a cierta noción de la restricción de derechos políticos. Fue la doctrina “Derecho Penal del Enemigo” del jurista alemán Günther Jakobs (desarrollada en la década en 1980) la que ha ido permeando distintos criterios del poder judicial, por cierto, un debate que debe darse en el entendido que en estas concepciones se esconden ideas reaccionarias, señala básicamente que aquellos miembros de la comunidad “rompen” con su rol social -una idea esencialmente funcionalista- sean estos por la vía de la disrupción delictual o la disidencia social o política, se colocan inmediatamente fuera del alcance de los derechos que el Estado asegura para sus habitantes.

Es notoria que estas ideas coinciden y nutren la acción y opinión de políticos y comentaristas de diverso origen e intereses, pero lo que parece complejo es que desde un gobierno que se ha señalado como sensible con la perspectiva de los derechos humanos, se sume sin medir consecuencias a largo plazo a las voces que critican la que entendemos, correcto criterio garantista del juez Urrutia.

Sin ir más lejos, un destacado columnista de la élite, el profesor Carlos Peña, hace unos días en su tribuna señaló: “La labor de un juez de garantía es justamente asegurarse de que el Estado no maltrate más allá de lo previsto en la ley a quienes están siendo procesados o han sido condenados”.

Claro, esta opinión es minoría en la plaza, pues casi al unísono se ha querido apuntar la decisión del Juez Urrutia como contraria al esfuerzo del Estado por controlar aquella delincuencia más gravosa para la sociedad, sin medir que el estado de derecho de una democracia exige que aquellos instrumentos normativos que resguardan la condición de las personas privadas de libertad, se aseguren por el sencillo efecto de la asimetría entre el poder del mismo Estado, y de los individuos que están siendo castigados.

Nuevamente, como lo hemos señalado respecto de otras materias, si el gobierno se deja arrastrar por las voces del populismo penal, las posiciones reaccionarias que campean desde socialismo democrático a la derecha, el legado que nos acerquen, aún más, a la figura del estado policial será la principal impronta que marcará esta administración en el ámbito de los derechos humanos.




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