Blonde, Ana De Armas y la deconstrucción de Marylin

Ana de Armas aparentemente no tiene el cuerpo de Marylin Monroe. Por esta supuesta diferencia, o a raíz de aquello, la actriz mantiene un aire producto de la caracterización que logra el maquillaje y la luz, que permite identificar en el rubio y corte del pelo, la pose, la representación de gestos, todo lo cual hace afirmar que la original Marylin legó una forma de ser que de tanto ser reproducido, cualquier observador le permite reconocerla en la actriz cubana. Esta primera afirmación más que una constatación crítica, es una manera de señalar que todo el poder de la película

Blonde
se sostiene en la misma actuación, y se debe confirmar que es logrado con creces.

La fortaleza de esa interpretación es la manera en que se despliega la figura de Norma Jean Baker, o Norma J. Mortenson (el apellido de uno de sus padrastros). De hecho, esta circunstancia, la multiplicidad identitaria, es una cuestión central de la subjetividad del personaje que entrega De Armas en manos del director Andrew Dominik.

Profundizado en más de 2 hora y 46 minutos de metraje, apostando por el entorno gris de una mujer marcada por las ausencias paternas, y la locura de su madre, la dificultad por salir adelante en un mercado, el mainstream, que responde y exacerba modelos sociales que cada época es representada, para el caso de Monroe -ya el personaje artístico- ayuda a consolidar en la década de 1950 y que proyecta hasta hoy símbolos que van desde el erotismo machista y cosificador, a la dependencia afectiva y material de la mujer.

Ese desdoblamiento entre la figura corporal del personaje original (91-60-86, 1.67 metros y un peso de 53 kilos), que en el máximo de su representación simbólica fue el sinónimo del erotismo, y la actuación de Ana De Armas en una fragilidad emocional a pesar que sus medidas corporales no son muy distintas de la original (86-63-89, 1.68 metros y un peso de 55 kilos), permite centrar todo el interés en esa cornisa delgada entre el cumplimiento de una vocación y la destrucción depresiva, jalada por esa misma fuerza que logró imponerla como símbolo.

Federico Revilla en “Diccionario de Iconografía y Simbología”, en la entrada asignada a MM sostiene una tesis, usando un concepto que aplica Román Gubern sobre la “transtemporalidad” de la artista al pretender romper con el canon “vamp” en la década que le tocó desplegar su talento, pero en esa tarea fue transformada en la representación de todo aquello a lo que resistía, lo erótico.

Sin duda que cualquier interpretación de la vida de MM tenía implícitamente la dificultad de desprenderse de esa impronta, si es acaso que De Armas ya carga con una filmografía llena de talento, pero también de identidad sensual o erótica, y en la misma película es generosa en escenas en que la sexualidad se despliega sin complejos, pero su representación es tan equilibrada que no deja que el observador desprejuiciado se distraiga del sentido final y último del guion: mostrar un camino lleno de dolores e inseguridades, que debió contener con sus herramientas ese pedregoso camino, y que al final fue consumida en su intento.

Una extraordinaria otra obra, indispensable y sensible que debe ser vista.

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