Una Rumba Posapocalíptica
Son 5 para
las 9 de la noche, algunos miran los celulares, otro por allá observa un reloj
pulsera, se siente una incipiente ansiedad por ingresar al local. Los que
estamos ahí sabemos que ingresaremos 80 personas a Maestra Vida, el actual
aforo, no más así que debemos asegurar la posición.
Desde que
terminó la emergencia sanitaria, la “normalidad” ha sido un proceso de acomodo
a una nueva forma de vida que nos tiene a todos sorprendidos y a veces
sobrepasados.
Hasta marzo
la rutina de un sábado era descansar de las actividades de la semana y
normalmente a eso de las 10 de la noche juntarse “a hacer la previa” con los amigos:
comer y tomar algo, conversar de la urgencia de los cambios políticos y la
asamblea que era inminente, también había mucha risa por la anécdota o el
chiste de moda, eran rutinas de mucha evasión. Si estabas en plan de conquista,
coqueteo, si estaba en plan de superar una etapa, distracción, todo encajaba de
modo natural. Luego, pasando la medianoche nos colocábamos de acuerdo de qué seguíamos
la jornada. Podía ser alguna tocata o bailar, para luego resolver el estilo ¿pachanga,
tecno, rock o salsa? (esta era siempre mi opción principal). Resuelta la
elección, y si mi alternativa era la que primaba, nos colocábamos de camino al
templo, Maestra Vida.
Llegábamos “arriba
de la pelota”, felices y dispuestos, quedaban unas 4 horas en que muchas cosas
podían suceder, combinaciones que se darían según las circunstancias.
Obviamente antes de entrar a “negociar” (era impensado pagar el ticket completo
si éramos 4 o 5 rumber@s) nos aprovisionábamos de chicles o un caramelo, una
cajetilla de 10 cigarros o los accesorios para rolar tabaco, ver si había
“mano” para una colita madrugadora, todos los elementos para asegurar la mejor
rumba.
Las cosas
han cambiado en estos 9 meses.
Estoy en una
fila corta, en realidad somos 8 o 10 que esperando en torno a la entrar. El
local abre más temprano que antes de la pandemia, pues debe cerrar a las 3:30
de la mañana. Logro identificar a un conocido y nos saludamos a lo lejos, como
todos usamos mascarilla no logro saber si me sonrió.
Cuando al
fin abren la entrada hay un guardia con un perchero, guantes de goma y visera
tomando la temperatura. Por el movimiento de la cabeza sé que me saluda, aunque
no logro escucharlo, por lo que recuerdo el sujeto es amable pero la verdad es
que uno tiende a confundir los gestos y sonidos entremedio del ruido y el tapaboca. Avanzo dos
metros y llego a un segundo control, donde antes estaba la taquilla que cobraba
la entrada. Es el mismo sujeto que identifico hace más de 10 años desde que
vengo al local, tiene unos ojos cansado, su barba entrecana se escapa sobre la
mascarilla, saluda con un gesto de asistencia y sin tocar mi celular valida el
ticket.
Una de las
gracias del local era que cuando estaba lleno se formaba una sinergia de mucha
buena onda, la gente se acomoda y disfruta la música. La barra, la pista y las
mesas siempre estaban ocupadas, ahora soy de los primeros. Hay un aspecto
fantasmal y sigiloso que es distinto a la Maestra de antes, pero sigue siendo
un lugar cómodo y alegre.
Adentro los que
trabajan están dispuestos para atender en esta nueva realidad. Por supuesto el
jefe del bar, un sujeto grandote y generalmente risueño que siempre sabe qué ofrecer saluda a la distancia, también
saluda con un movimiento de cabeza, usa una visera.
En la barra
las bancas están desocupadas, son tres por lado, me siento y se me acerca una de
las chicas ataviada de mascarilla, guantes y perchero. Coloca una carta de
tragos la que es rociado con desinfectante como un acto que intenta demostrar la
inmunidad, observo el listado y señalo un ron con bebida cola ligt.
No se demora
2 minutos y me sirve un vaso sanitizado, le doy las gracias con una venia y
pido la cuenta, tarjeta sin contacto con propina y a disfrutar la música.
Lentamente pero de modo constante comienzan a ingresar los invitados a la
fiesta que se distribuyen entremedio de las mesas, dos por acá y tres por la
pista de la punta. Antes el mobiliario pequeño con cuatro banquillos casi se
topaban, ahora es notorio el especio que hay entre cada bufete.
Las pistas
se han reducido, caben tres parejas en la primera sección y hasta 6 en la
punta. Se ha hecho norma para evita que las personas se topen. Se ve mucho
baile separado, en contra de lo que dicta la “cultura” salsera de contacto
estrecho, a no ser que sea un acompañante –hay un letrero que indica que se
privilegian parejas- o tengas mucha confianza con quien vas a bailar, a pesar
de aquello de las cosas que mantiene este lugar es que la gente se conoce y aún
mantiene una complicidad.
Por todo el
local hay dispensadores de gel antiséptico, los baños se higienizan cada 20
minutos, es una de los cambios notorios. Además guardarropía entrega unas
bolsas de plástico en que cada cual debe guardar sus pertenencias.
Hay algo de
resistencia en todo esto, una especie de acto de convicción, por entre las
mascarillas, el gel, y la distancia, todos intentamos sobrevivir a esta prueba
para nuestra propia humanidad. Somos gregarios y necesitamos de la fiesta para
que el mundo no nos destruya, en eso estamos desde que regresamos la
“normalidad” posapocalíptica.