Pedir Perdón.
Pedir perdón. Le tengo la canción de Pedro Aznar, es ideal para suplicar el fin de las beligerancias, del enfrentamiento descarnado con su indiferencia. Ni siquiera la dulce reconciliación, la que se puede encontrar entre sus pechos dulces como el helado que comemos en la esquina, bajo el árbol estresado de sombras.
Me imagino sus ojos, su boca, las miles de pecas disimuladas entre el rubor colorado de su piel. Me imagino su voz de mujer joven, de perpleja admiradora de mis maneras arrogantes, de mis insinuaciones de momentos que no se parecen a las palabras bellas que le he inundado su imaginación. A cambio le entrego una andanada de siete vocales.
Me mira. No ríe, mal comienzo. Luego busco hablar de las últimas horas, de las tareas del trabajo, de la lenta velocidad de las puestas de sol y la llegada de la madrugada. Una velocidad asumida por la falta de su compañía, de los minutos inútiles, de las esquinas desiertas, de las calles partidas. Le hablo de lo sugerente de su blusa, de la belleza de la falda naranja que viste.
Al fin me pide que le diga algo sensato. Acaso puedo empatizar con su molestia –pregunta seca, exige que mi declaración tenga efectos-, con la pequeña rabia –menos mal que no ha alcanzado a sentir dolor.
Al fin logro que dialoguemos, que me mire con atención y que yo no sólo sigua los labios en movimiento, sino además pueda escuchar su reclamo.
Esa noche nos abrazamos desnudos como unos animalitos recién nacidos. Supongo que el perdón es una dudosa combinación de deseo y tranquilidad.
Me imagino sus ojos, su boca, las miles de pecas disimuladas entre el rubor colorado de su piel. Me imagino su voz de mujer joven, de perpleja admiradora de mis maneras arrogantes, de mis insinuaciones de momentos que no se parecen a las palabras bellas que le he inundado su imaginación. A cambio le entrego una andanada de siete vocales.
Me mira. No ríe, mal comienzo. Luego busco hablar de las últimas horas, de las tareas del trabajo, de la lenta velocidad de las puestas de sol y la llegada de la madrugada. Una velocidad asumida por la falta de su compañía, de los minutos inútiles, de las esquinas desiertas, de las calles partidas. Le hablo de lo sugerente de su blusa, de la belleza de la falda naranja que viste.
Al fin me pide que le diga algo sensato. Acaso puedo empatizar con su molestia –pregunta seca, exige que mi declaración tenga efectos-, con la pequeña rabia –menos mal que no ha alcanzado a sentir dolor.
Al fin logro que dialoguemos, que me mire con atención y que yo no sólo sigua los labios en movimiento, sino además pueda escuchar su reclamo.
Esa noche nos abrazamos desnudos como unos animalitos recién nacidos. Supongo que el perdón es una dudosa combinación de deseo y tranquilidad.
Pedro Aznar al fin nos deja dormir.
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