Tarde de cine con una pokemón(a) (1)
Ser padre de una adolescente es duro. Pero no tanto. Ser padre de una adolescente inmersa en una moda difícil de compartir es duro. Pero no tanto. Ver una película con una chica de catorce años, que es parte de una moda culturalmente difícil de comprender es duro. Pero no tanto.
Todo eso es lo que siento cuando estoy sentado al lado de mi hija, una tarde de verano en uno de esos cines prefabricados de mall. Vimos la Brújula Dorada, una de esas historias épicas que tanto gustan a la población norteamericana, pero que quedan tan lejos de nuestra frágil ingenuidad de sudacas mal parados. Era un “tarde de padre e hija” en versión estival, práctica que realizamos varias veces en el año para encontrar en el camino de ida y regreso algún significado a los lazos que forman esa tan provechosa construcción de afecto paternal.
Como ritual que somete la innovación, la rutina es la misma: galletas (300 grm. en el Tip top), dos bebidas y dos boletos. Muchas veces la espera para entrar a la función, entre medio conversación de los hechos que pueden marcar la vida de cada cual. Las risas y los comentarios triviales que se permiten a cada paso. Un beso y un abrazo, ella ahora mira a su alrededor, puede ser que algún conocido le identifique con su padre (es una interpretación mañosa que la hace reír).
Tengo una hija bella que busca respuestas a esos impulsos vitales que significan tanto para la vida de adultos. Yo intento acompañar sin ser un estorbo en su aventura. Presiento que debo compartir con ella más amor que severidad, confiar en las herramientas que porta y que aprenda a utilizar en los momentos propicios. No me dejo convencer por la propaganda oficial del miedo al mundo, ella deberá sortear muchas pruebas solamente cubierta por su integridad, y si la sobreprotejo no le ayudara mucho lo que ha recibido de sus padres.
La tolerancia se demuestra cundo uno debe respetar al Otro. Eso lo describo a cada momento, ahora es cuando más debo practicar esa filosofía con uno de los seres que más quiero, mi hija.
Todo eso es lo que siento cuando estoy sentado al lado de mi hija, una tarde de verano en uno de esos cines prefabricados de mall. Vimos la Brújula Dorada, una de esas historias épicas que tanto gustan a la población norteamericana, pero que quedan tan lejos de nuestra frágil ingenuidad de sudacas mal parados. Era un “tarde de padre e hija” en versión estival, práctica que realizamos varias veces en el año para encontrar en el camino de ida y regreso algún significado a los lazos que forman esa tan provechosa construcción de afecto paternal.
Como ritual que somete la innovación, la rutina es la misma: galletas (300 grm. en el Tip top), dos bebidas y dos boletos. Muchas veces la espera para entrar a la función, entre medio conversación de los hechos que pueden marcar la vida de cada cual. Las risas y los comentarios triviales que se permiten a cada paso. Un beso y un abrazo, ella ahora mira a su alrededor, puede ser que algún conocido le identifique con su padre (es una interpretación mañosa que la hace reír).
Tengo una hija bella que busca respuestas a esos impulsos vitales que significan tanto para la vida de adultos. Yo intento acompañar sin ser un estorbo en su aventura. Presiento que debo compartir con ella más amor que severidad, confiar en las herramientas que porta y que aprenda a utilizar en los momentos propicios. No me dejo convencer por la propaganda oficial del miedo al mundo, ella deberá sortear muchas pruebas solamente cubierta por su integridad, y si la sobreprotejo no le ayudara mucho lo que ha recibido de sus padres.
La tolerancia se demuestra cundo uno debe respetar al Otro. Eso lo describo a cada momento, ahora es cuando más debo practicar esa filosofía con uno de los seres que más quiero, mi hija.
Comentarios
Publicar un comentario
Todos los que quieran comentar