Jarín vivo
Las últimas gotas caen sobre el jardín. El cielo aun cargado de agua amenaza con un nuevo aguacero. Enfundado en un saco de plástico verde, que le protege de las “precipitaciones” –como le gusta decir de voz de los meteorólogos de la TV- Roger limpia el barro que se acumula entre los rosales. Sus manos limpian la humedad, removiendo las hojas que se han desprendido desde los árboles y arbustos. Mientras piensa en la belleza de las formas, lo perfecto de la simetría, lo maravilloso de esas manifestaciones de vida tan particular, flores, plantas, helechos. Utiliza una pequeña pala para dibujar los surcos, las ollas, las bases de los troncos, y una y otra vez, va susurrando una canción aprendida de su maestra, la madre: “… que te ganes la vida, flor bella, que te ganes…”.
Sabe que la lluvia es vida, pero también es muerte, que el equilibrio de esos sujetos tan preciados está dada por el esfuerzo que coloque en mitigar los efectos del agua, excepcional en primavera. Y repite: “… que te ganes la vida…”.
Se levanta y mira las palmas de las manos embarradas. Suelta la pala y mira a su alrededor, escucha ese murmullo lejano y conocido que le recita los versos: “… que te ganes la vida, manos bellas, que te ganes…”. No hay sobresalto, es solo que le parece mucho mejor estar en ese espacio lleno de vida, dulce y suave a los sentidos, en un aparente silencio que no es otra cosa que el canto de los seres del jardín, el universo infinito que se yergue en el patio de la casa. Está parado al centro, ya es un coro incesante de voces que soplan el mismo canto. Llora. Y con un gesto de gratitud hacia sus hijas se inclina y celebra las voces.
Sabe que la lluvia es vida, pero también es muerte, que el equilibrio de esos sujetos tan preciados está dada por el esfuerzo que coloque en mitigar los efectos del agua, excepcional en primavera. Y repite: “… que te ganes la vida…”.
Se levanta y mira las palmas de las manos embarradas. Suelta la pala y mira a su alrededor, escucha ese murmullo lejano y conocido que le recita los versos: “… que te ganes la vida, manos bellas, que te ganes…”. No hay sobresalto, es solo que le parece mucho mejor estar en ese espacio lleno de vida, dulce y suave a los sentidos, en un aparente silencio que no es otra cosa que el canto de los seres del jardín, el universo infinito que se yergue en el patio de la casa. Está parado al centro, ya es un coro incesante de voces que soplan el mismo canto. Llora. Y con un gesto de gratitud hacia sus hijas se inclina y celebra las voces.
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