Una noche desesperada, la visita de la Ballena
Era una travesti de cuerpo grande, extrovertida, hablaba fuerte, chillona, maquillada con mucho color, llevaba un vestido ajustado, unos zapatos de taco, llamativa para quién la viera, en muchos sentidos excesiva, pero lo que realmente me importaba era que estaba absolutamente arriba de la pelota. Se presentó como la Ballena, y logró comunicar -entre balbuceos y palabras estrelladas- que tenía una pena de amor que quería pasarlas bailando y jodiendo, claro el estado de embriaguez era, para mí, una gran dificultad para cumplirle su deseo en el local. Luego estaba mi total desconocimiento de hasta qué punto tener alguien rumbeando con una pena de amor, o peor aún despechada y ebria, podía significar una disrupción, y bueno, el hecho de que, como ya me había sucedido en otras oportunidades, si algo se salía de control tendría que pedirle que se fuera o, peor aún, trenzarme en alguna disputa física y probablemente usar mucha fuerza para controlarla si es que no respondía voluntariamente.
Debo reiterar que el ingreso
en estado de embriaguez estaba impedido por ley, no obstante, igual existían márgenes
que se tocaban en casos especiales como por ejemplo si la o el parroquiano era habitual,
se sabía que en sus visitas no causaba mayor boche, se le podía tolerar, por lo
que el problema era tomar riesgos con quienes no se conocía, aquellos que por
primera vez nos visitaban. Ya en ese tiempo tenía un montón de malas experiencias
en que esa tolerancia terminaba en una disputa o disrupción, ni siquiera por
que el embriagado estuviera en alguna disposición de causar boche, eran que, en
muchos casos, al no estar en sintonía con el espacio, no entender su arquitectura
y costumbres se topaba, pasan a llevar, no bailaban o simplemente estaba justo
en el lugar donde transitan otros rumberos, y eso causaba inconvenientes.
Se paró frente a la entrada
sin fijar la mirada en algo, recorría con la vista los elementos que componían
ese espacio, la reja, el color desgarbado de las murallas, al sujeto que estaba
parado ahí con actitud indiferente, observaba como quien quiere descubrir algo que
no se logra entender, pero que está a la vista y en el ejercicio de mirar va ha
encontrar las claves de esa incógnita. Puede que haya estado en ese estado unos
minutos hasta que decide acercarse: “hola ¿esta es una disco de qué cosa?”, y
antes de contestarle añadió: “no me han dejado entrar en las discos de la
vuelta, lo único que quiero es pasarlo bien… ese weón que me cagó no merece que
lo sufra…”. Le interrumpí: “Esta es una salsoteca, acá se baila salsa”… “ah,
nunca he bailado salsa ¿alguien me enseñará?, bueno quiero entrar”. En ese doble
enunciado había una apuesta circunstancial, el baile y la salsa no eran la
motivación para estar ahí, era el deseo de buscar un lugar que le ayudara, en
el mejor de los casos, olvidar algún mal amor, y mientras hacía aquella declaración
avanzó hasta el escalón de la entrada. Me impuse con el cuerpo y logré cerrarle
el paso a la caja y señalé que la entrada era 2.500 pesos, sin trago, solo el
ticket. Inmediatamente lanzó: “¿no es gratis?” dicho con un cierto tono de decepción
que se mezclaba con alguna dificultad de modulación producto de la embriaguez, “No,
no es gratis, lo siento” le contesté. –“Puta la weá, todo ha sido una mierda esta
noche”, mientras yo la miraba con la cara más empática que podía lograr, cuando
realmente en esa resignación me quitaba una preocupación de encima.
Retrocedió y abrió una
cartera roja, pequeña de esas que llevan las mujeres las cosas indispensables, algún
documento, un frasco de perfume, alguna pintura o lápiz labial y por supuesto
el dinero. No voy a mentir que sentí nuevamente una especie de incomodidad al
ver que buscó entremedio de cachivaches que llevaba, pero no, no había dinero,
nuevamente el relajo asomó por mi cuerpo.
Finalmente giró hacia el
oriente, quería encontrar una solución, y partió sin antes soltar: voy a buscar
plata y vuelvo.
Quise suponer que con eso
se resolvía mi dilema, como otras veces, gente que sola se descarta y sigue su
camino, o se encuentra con alguna otra alternativa que la impide volver sobre
sus pasos, incluso algún supersticioso que establece como una mala señal
regresar por donde ya se ha pasado. Todas eran alternativas que reforzaban mi
esperanza de no tener que lidiar con aquellas situaciones incómodas o
problemáticas.
Habrán pasado 20 minutos,
y ante mi horror la veo caminar desde la esquina en compañía de una pareja con
la que conversa, se detiene frente a la entrada les dice: “aquí voy a venir en un
rato…” y siguió conversando.
Pasó otra media hora y vuelve
aparecer, esta vez trae la mano empuñada con muchas monedas, me mira: “ya,
tengo los 2.500 pesos”. Creo que no pude simular mi cara de sorpresa,
probablemente expresada como una mueca, que en todo caso la Ballena no debió percibir.
Avanza y cruza el umbral de la entrada y suelta las monedas en la cubierta que
uso para dejar mis cosas como si fuera la caja, trae una evidente actitud de
triunfo, como que ha logrado sortear alguna prueba del destino, yo con algo de
incredulidad cuento aquellos valores metálicos, con la esperanza que no
alcanzaran para pretender pasar a la otra etapa, con los dedos voy separando las
monedas mezcladas desde los de baja denominación, montones de 10, 50, 100 y un
par de 500 pesos, sin mucha convicción casi no alcanzo a terminar para admitir
con un suspiro: “sí, está el valor del ticket”.
Las tomo con cuidado,
como si quisiera alargar este instante conclusivo, sabiendo que antes que
hiciera todo aquel sacrificio, esa prueba paciente de pedir cada moneda jugueteando
con los paseantes, entre las mesas llenas de bebedores en Pio Nono, o cambiando
las sonrisas por cada uno de esos pesos, pero que finalmente nada de eso serviría,
porque la desgracia de Tebas estaba descrita incluso antes del inicio de ese encuentro,
ella no podría entrar. Se las devuelvo, le agrego que no soy el cajero, pero le
tengo que indicar que no podrá entrar al local porque está en estado de embriaguez.
De ahí en adelante la interacción se torna intensa para quienes participamos en
esa escena.
-Ah claro, ¡¡no me
deja´i pasar porque soy cola!!- dice, y agrega con un tono chillón e
impostado- pero yo tengo la plata que me pediste, me tení que dejar pasar.
Hizo un amago de mueca entre
rabia y pena, más parecía un puchero. Pienso que debió sentirse realmente discriminada
y frustrada por todo ese esfuerzo, que ha cumplido con los requisitos que le he
señalado, ¿por qué no le dije antes que no era necesario ir a machetear
las monedas? Por mi parte en ese momento tenía claro que yo estaba cumpliendo
el rol del villano, lo sentí con absoluta claridad, pero a la vez entendía que,
si cedía en la prohibición, me arrepentiría.
-Entiende, no tengo
nada que ver con que seas gay (en ese momento no hacía la distinción entre gay,
travesti y otros géneros), pero acá dice que no se puede ingresar en estado
de ebriedad – lo digo indicando un cartel en la entrada que señala las
condiciones de acceso.
-no me vengaí con esa weá,
me estaí dejando fuera por maraca- dicho esto con otro tono, más irritada –
pero no sabí que soy la Ballena, y conmigo no guacho, yo no dejo que me
basure´en.
-Nooo, na´que ver, tranquila,
si es solo que estás curada- insisto con el tono más humilde que me sale en
ese momento, pero esta performance no aplaca su cólera, me mira ya casi al
límite del llanto y tira las monedas al suelo para luego abrir la misma cartera
en que había buscado el valor del ticket hacía una hora, pero esta vez quiere
encontrar otra cosa, pensé en un cortapluma y en ese momento gobierna mi cuerpo
una especie de desesperación. Me acerco a ella sin ninguna precaución y exclamo:
“por favor no te enojes, yo soy solo un trabajador”, y agrego: “Washita,
si te dejo pasar mi jefe se enoja conmigo poh, y necesito este trabajo…”.
Era evidente mi tono de súplica, pero ella no desiste y comienza a buscar sobre
su ropa, como si se le hubiese olvidado donde guardó aquello que le permitirá
defenderse o lograr justicia.
Con la vista comienzo a buscar
ayuda, o al menos consuelo. Al interior, y como era costumbre, Moira no se
enteraba lo que sucedía más allá de su cápsula, y al buscar afuera me doy
cuenta de que desde la esquina los taxistas observan con gesto de burla el espectáculo.
Estoy solo ante una contraparte que probablemente en una disputa de fuerza me supere,
pero además me supera ante el dilema ético de una mala práctica, no haber sido
suficientemente claro desde un principio que, aunque tuviera el dinero no
podría conseguir pasar.
-Es que no sabí que soy
la Ballena– repite y me doy cuenta de que reitera, como insertada en un bucle,
más o menos las mismas amenazas.
En ese trance nos interrumpen
una pareja, y recuerdo que en el mismo papel impreso donde se señalan las
condiciones de ingreso, bajo la de “Prohibido el ingreso en estado de
embriaguez” hay una línea que señala: “Se privilegia el ingreso de parejas”.
Esta es una antigua “medida” -estaba ahí desde los noventa- de acceso que de
modo más o menos antojadizo daba herramientas para que cuando había mucho
hombre al interior se pudiera equilibrar la masa crítica de la rumba.
Inmediatamente detrás de
aquella pareja, un hombre pide pasar y reparo que puede ser mí única forma de
establecer una regla restrictiva distinta a la embriaguez y se la señalo: ¡¡¡Solo
entran parejas!!! El sujeto mira sin entender, probablemente no era cliente
habitual, da media vuelta y se va sin agregar nada.
En ese instante veo a la Ballena
que está apoyada en la reja mirando la escena, no sé si es por el cansancio de
aquella discusión, el hastío de una noche de mierda, el recuerdo melancólico de
un mal amor, la convicción que siempre las penas de ese tipo van acompañadas de
las maldiciones que provoca el despecho, no me dice nada. Yo solo agrego apuntando
el cartel: lo siento, ¡¡¡solo recibimos parejas!!!
Retrocedió unos pasos, giró
al oriente y se fue sin agregar otra palabra.
Nunca más la volví a ver.