La nueva noche en la ciudad pospandémica: rutas y rutinas de resistencia
“Un lugar es un lenguaje” Elías Canetti
"El espacio público es la ciudad" Oriol
Bohigas
En estos meses se ha escuchado con fuerza la idea “la noche de Santiago cambió”. Es una afirmación que comparto, incluso para agregar que en algún sentido retrocedió un par de décadas. Esta constatación, de cambio o retroceso, se hace notoria en la medida en que avanza una especie de nueva normalidad pospandémica que ha comenzado a ganar áreas de la vida de los habitantes de la ciudad.
Claro, cuando me refiero a la noche, pienso en una dimensión
que significan muchas cosas y dan sentido a quienes la habitan. Por ejemplo el
salir a tomar o comer algo desde las 19 horas y que hasta el verano de 2020
tenían una amplia y variada alternativa de sitios que ofrecían desde bebidas,
comida, baile, conciertos, actividades culturales, algunas de estas
alternativas en este periodo de reapertura simplemente desparecieron.
De los distintos ámbitos de la vida social, la nocturna es esencial
para el equilibrio de la homeostasis de la urbe. El aporte que da tener un circuito
bohemio en una ciudad dinámica y siempre en movimiento, especialmente desde la
década del 2000, transformó a Santiago, incluso haciéndonos cargo de la
segregación cardinal de la capital, una cuestión que significa convivir
distintos centros y subcentros que se van reinventando con ofertas de esparcimiento
y diversión, respondiendo cada cual a los usos de sus vecinos.
Pero en este proceso ha sido determinante algunos factores
que han limitado la reapertura de la vida nocturna: horarios de restaurant
limitados, transporte deficiente, y algunos casos espacios de transito
deteriorados.
Para abordar la perspectiva de Santiago y la noche, parece útil
la descripción de ciudad como un organismo
vivo, definición aportada por Olivier Mongin (2006). Para él sería: “un tejido narrativo vivido en el presente,
que continúa inventando permanentemente su fundación y jugando con su historia”.
De este modo podríamos entender que el proceso de
transformación de Santiago es algo consustancial con la misma naturaleza de su espaciotemporalidad, al modo como lo
define Lluís Duch, es decir, una representación imaginaria que se instala en
cada habitante, un fenómeno que para cada uno adquiere significados que se representan
en la medida que van cambiando esas vivencias transformadas en variaciones de rutinas.
Por lo mismo cada coordenada tiene significados diversos en la medida que se
van viviendo en cada noche.
Un ejemplo –de los que tengo referenciado en mi memoria- de antes
de la pandemia es la idea de hacer la previa en un local que ya no está, como
el “Venezia”, servirme uno de sus sándwich, un plato de puré con carne a la
cacerola o si estaba acompañado una sustanciosa chorrillana, todo humedecido
con una copa de vino de la casa. La ambientación, música romántica que siempre
sonaba desde sus parlantes, o la entonación del cantante de boleros de ocasión,
todo esto hacía de la experiencia única que le podía dar un sentido de
continuidad a lo que se venía: ¿Bailar? ¿Ir a una fiesta? ¿Volver al hogar? Todas estas combinaciones
posibles quedaron a la deriva ante el cambio que ha provocado directamente la
pandemia.
Otra experiencia posible era visitar hasta muy entrada la
madrigada “Casa de Cena”, o algunos de los locales de la trova que estaban en
la cuadra de Antonia López de Bello, desde plaza Camilo Mori al oriente, de los
que sobrevive solamente “La Casa en el Aire”.
En plena pandemia se advirtió que muchos procesos sociales y
culturales se trastocarían de un modo profundo una vez sobrevivida de la emergencia,
especialmente los modos en que nos vinculábamos y entendíamos las relaciones interpersonales.
Esta constatación se ha ido confirmando con una evidencia perturbadora.
Por tanto este “tejido
narrativo vivido en el presente” que propone Mongin es una condición
fenomenológica que exige representarnos desde el pasado, en el recuerdo de las
experiencias que acumulamos de aquellos sitios que ya no están y hacían de la
experiencia bohemia una continuidad que se repetía como rutina.
Y no solo estamos en presencia de cambios procedimentales,
como los del uso de mascarilla, el pasaporte sanitario o la distancia física.
Estoy pensando en que las rutas que se seguían –una rutina es un mecanismo de
confort y seguridad- para llegar al
espacio que nos da sentido ya no están, y tal vez de un modo no tan dramático
se pueden elegir otras opciones, total la ciudad sigue viva con nuevos
referentes, pero no puede ser que el cambio que se está viviendo sea a costa de
perder autonomía y seguridad corporal.
La ciudad se ha degradado, ha retrocedido en la confianza
que se tenían al momento de vivirla de noche, de alguna manera se ha acercado a
la imagen que genera “la ciudad de la furia”.
A este proceso de transformación que estamos viviendo no
podemos dejar de mencionar el impacto que está significando, en genera en signo
positivo, la presencia de una ciudad nocturna marcada por las poblaciones móviles
inmigrantes que han trasladado sus experiencias culturales al presente
porspandémico. Walter Imilan, Alejandro Garcés y Daisu Margarit en “Poblaciones
en movimiento” (2014) señalan: “El
movimiento de poblaciones implica el traslado de prácticas, valores y creencias
que, no necesariamente, se mantienen fieles
a sí mismas desde un punto a otro de su geografía. Se suele plantear que
las comunidades re-territorializan sus culturas… esta re-territorialización es
más que una variación de las formas originales.”
Ante la desaparición de la oferta gastronómica, por ejemplo,
te atendía a comensales toda la noche, la alternativa gastronómica de los
carros de comida al paso, food truck
atendidos por venezolanos, colombianos o peruanos, ha ido reconfigurando los
desplazamientos nocturnos.
Pero con todos estos elementos de la nueva normalidad, y como lo he descrito en otras columnas, hay aspectos de este regreso a la bohemia que se también colocan una carga desagradable: la violencia de las calles, en parte una delincuencia que siempre ha estado presente en espacios como barrio Bellavista, pero que en algún modo se hace notar con mayor evidencia. Estamos en presencia de ciudad en la que la noche ya no brilla –valga la oxímoron- con sus claros y oscuros, pues debemos ser honestos, siempre la noche de Santiago tuvo algo de decadente, una pérdida de seguridad, la posibilidad de que detrás de un rincón oculto se esconda un aullido de la violencia, pero esto que estamos viviendo en esta etapa tiene algo distinto y que podría reconfigurar los imaginarios.
Volvemos a la afirmación que abre esta columna “La noche de Santiago Cambió”. Sí. Pero a la vez estamos entendiendo este proceso, recuperando, construyendo nuevas rutas y rutinas que nos permitan salvar esta dimensión central en la vida de la ciudad, y para eso también esperamos que lugares como Maestra Vida se sigan comportando como espacios de resistencia.