Venezia, un réquiem
Esta Venezia fue un punto cardinal, un retazo atemporal, un lugar de
encuentro, que era regentada desde una cocina sencilla y tradicional, un
boliche de comensales que se conocían y saludaban con ánimo de dueños de casa a
quien se acercara a la barra, o para ocupar una de las mesa en alguno de los
tres ambientes, donde los garzones, cual remeros hábiles se esmeraban en
responder a las vistas con dedicación genuina y sagrada.
Orgullosa de su historia, entre sus paredes se negociaron acuerdos que
involucraban el alma y la carne. Negocios sobre materias primas y tal vez
actividades ilícitas pero necesarias, donde se concibieron ideas que se
transformaron en éxitos soñados, así mismo se inspiraron poemas, cuentos,
novelas, relatos, historia, anécdotas. Se descifraron enigmas hermenéuticos, se
inventaron léxicos y se violaron todas las reglas del buen comportamiento.
Era un lugar anclado en década pasadas, con vocación de “picada”,
ambientado con cachivaches que parecían sostener las murallas de ladrillo y
cal, con el lugar precisamente identificado donde se instalaba Neruda en sus
tiempos de vecino ocasional del boliche, o donde la artista plástica Carmen
Silva se reencontró con sus paisanos y compañeros después de la tortura y el
exilio.
Con el mismo fervor que alimentaba los estómagos de huérfanos, los borrachos
que transitan por las veredas se invitaban a comer un completo o un Barros
Luco, entremedio de la etílica jornada bohemia del barrio que nunca duerme
(hasta antes de marzo de 2020).
Justamente el mayor valor de este antro era la comida cacera, sanguches y
chorrillanas, acompañada de alcohol y palabras, que se fue consumiendo entre la
noche que no perdona la inocencia, ni menos la candidez de los amantes que se
preparan para la rumba, y después para el amor, todo entonado con un bolero que
era interpretado por un dedicado maestro de ceremonia, o la radio romántica que
soltaba hit tras hit para que cada cual no olvidara su lugar en la ruta de los
afectos.
Era la previa de la fiesta, o era el final de la jornada, pero siempre había
alguien en tránsito.
Era el almuerzo de dos lucas, o tal vez tres, o dicho de modo práctico, era
el plato que cualquier paisano podía adquirir con la dignidad del alimento correctamente
preparado.
En 1997, y de modo póstumo fue publicado “El Santiago que se fue:
Apuntes de la memoria” del investigador del folklore Oreste Plath,
un resume de notas sobre lugares que ya en ese momento eran parte de una ciudad
que crecía en denominaciones rebuscadas e instantáneas, pero perdía un
patrimonio de identidades centenarias que le fueron dando el carácter a ciudad
de Extremadura.
En aquel texto vernáculo del paisaje urbano, contaba con una entrada sobre
nuestro Venezia. El autor citaba a Carlos González, padre del último González,
quien bajó la cortina del restaurant en octubre del 2020. Una vez lo
conversamos, con Andrés, sobre el honor de ser parte del almanaque de la
memoria de Santiago, de lo que significaba aquella responsabilidad y el desafío
de mantener el nombre.
Este restaurant tuvo una relación de hermandad con Maestra Vida, estaban
conectada por cables, pasillos subterráneos que los comunicaban tan íntimamente,
que algunas celebraciones las realizamos en sus salones. O viceversa, varios de
sus trabajadores terminaban en la rumba de nuestro local.
Porque al final la mano oscura del destino, aquella que no perdona la
memoria y es despiadada, oculta en circunstancias nefastas da muerte a los
lugares.
Siempre quedarán las vivencias, que ni la peor pandemia podrá borrar.