Cuerpos, enfermedad y síndrome
Una vez use
micro a mediados de años, pudo ser en octubre, para hacer un trámite leguleyo y
la ruta fue corta de no más de 15 minutos. Ahora tuve que ir más lejos, al Conservador
de Bienes Raíces de Puente Alto, con combinación micro-metro casi una hora.
Todo se veía
muy extraño, pero de algún modo parecía “normal”, es decir, mucha gente - todos
usando mascarillas- pero si no fuera por la evidencia facial de ese accesorio
nada haría suponer que algo así como estar viviendo una pandemia de alcances
planetarios asola a la especie humana.
Me pareció
evidente que existe una tensión entre el cumplimiento de las mediadas de
cuidado sanitario y la capacidad de movilidad de las personas, cumpliendo
rutinas en la calle como si nada excepcional sucediera.
Lo vi como
una necesidad de las personas por sacrificar la integridad corporal por sobre
la socialidad gregaria.
Tampoco
podía perder de vista que estamos a una semana de la navidad y dos del año
nuevo, momento en que normalmente todo el mundo se está moviendo, comprando,
preparando, diligenciando, cerrando y cumpliendo, y obviamente que si hay un
espacio para realizar los trámites, la gente estaría en la calle.
La verdad es
que si no hubiese tenido un compromiso por realizar este trámite presencial,
simplemente no hubiera salido, y no sé si las miles de personas con las que me
topé tendrán la misma necesidad por moverse desde sus lugares de habitación,
pero hay un rasgo que se me ha ido marcando: aislamiento social.
Leí por ahí
que algunos cientistas le llaman a aquel impulso “síndrome de la cabaña”, que
definían como una manía por mantenerse confinado en tu lugar de habitación,
cubriendo las necesidades básicas cubiertas, que además en nuestra época de hiperconectividad
se hace posible sin mayor problemas, incluso con ese invento del capitalismo
tardío: delivery, que por arte y magia de la demanda, es capaz de trasladar
hasta la puerta de tu habitación cualquier cosa, incluso algunas cosas que
pudieran ser ilegales.
El sociólogo portugués Boaventura de Sousa Santos señaló en una entrevista el año
pasado que el capitalismo tiene la capacidad de transformar la precariedad del
subcontrato laboral –esclavitud se le denominó en otra etapa de la historia- y
glorificarlo como el acto heroico del emprendimiento. También usa para
describir ese fenómeno como “línea abisal”,
el punto en que se separa un menor porcentaje de humanidad –generalmente el primer
mundo- del resto de sujetos que no alcanzamos a ser considerados como miembros
de ese otro mundo, el de los sueños de los medios de producción.
Y bueno sí,
sufro de una forma, atenuada en todo caso, de fobia social denominable sin problemas
como “Síndrome de la cabaña”: si tengo el dilema entre salir o no, y de eso
depende absolutamente mi voluntad, prefiero no.
Esta mañana subí
a un microbús que hasta llegar a la estación de metro se fue llenado
lentamente. Cuando subí al tren subterráneo no iba especialmente lleno, de
hecho pude elegir asiento en gran parte de la ruta, son 22 estaciones, así que
podría decir que no fue mucho lo que conecté con los pasajeros.
De vuelta al
centro la cosa cambió. Era cerca de las 2 de la tarde y desde la estación Plaza
Puente Alto la cosa de vino absolutamente llena, aunque no al extremo como las horas
punta.
¿Contacto
con otros cuerpos? Imposible que no fuera así.
Recordé otro
debate sobre los cuerpos como territorios en disputa. Claro, es una aportación
de la teoría feminista de la corporalidad, una dimensión que no es de quien
dice le pertenece, sino que de muchos dispositivos que determinan muchas de las
cosas habituales del habitante en la urbe.
Se dice:
prevención “distancia física”. Se discutió en los meses al principio de la
crisis sanitaria sobre la corrección de la “distancia social”, y se llegó al
acuerdo de que esto último no era lo correctos, pues lo social es una medida
cultural, incluso subjetiva, pero no es una medida “física” u “objetiva”.
Nuestros predicamentos conceptuales reducidos a un debate epistemológico,
cuando la autoridad nos informa de las cifras de enfermos y fallecidos, y nos
pide como gran política pública por el control de nuestros cuerpos y la
distancia entre ellos.
Volví a la
cabaña, me bañé y mentalmente hice el ejercicio de contar las veces que pude
estar en contacto con el virus asesino. Creo que mejor me quedo quieto
resignadamente a que las cosas sucedan.