Brujería, magia y representación de poder (I)

En el origen, el ser humano fue posible por la magia. 

Con esa idea parten muchos relatos fundacionales sobre el origen de la humanidad en diversos lugares del mundo. En algún momento de la historia de los últimos 500 años esa noción esencial se perdió en la monotonía hegemónica de las ciencias y la razón globalizada.

El hecho es que incluso en el proceso de invisibilización de la presencia y narrativa sobre la magia y sus artífices –las y los brujos-, fue un proceso implacable que marcó con los estigmas, y eliminó a quienes osaban desprenderse de las verdades oficiales o renegarlas para volver al aquelarre, el lugar al margen de la normalidad política, donde los seguidores de ese otro hacer se reunían.

En las ciencias sociales, en el origen del propio instrumento metodológico de la antropología, Marcel Mauss señala de la magia es un “fenómeno social total”, es decir, una expresión de ideas, afectos y experiencias que en el entorno social adquieren significaciones únicas y perdurables, y en el folklore de las comunidades sobreviven  como acto de resistencia, o producto de consumo, y que tras ese envoltorio se esconden consideraciones que tienen tanto tiempo como los relatos de origen del mundo.

La magia lleva inevitablemente al acto de su representación, una dramatización, de quienes actúan en el evento mágico. De los primeros, aquellos que portaban el conocimiento, en occidente se les señalaba como brujas o brujos, personajes de la centralidad de distintas cosmovisiones, que en algunos caso están asociados a la armonía, o a la sombra de la desdicha.

Robert Mucchemblend en “Historia del diablo” (FCE) ocupa un capítulo al vínculo del personaje emperador de las expresiones binarias del bien y el mal, al Diablo, y es en la bruja y sus hijos el estamento que para el Poder y la élite se manifiesta concretamente todo aquello a lo cual teme: la emancipación.

La perspectiva política de la brujería ha sido estudiada y explicada látamente en su variante occidental, a la vez que respecto de su relación a diversas sistemas de creencias la antropología mantiene un rico acerbo de narraciones e interpretaciones.

Sin embargo, en palabras de Ludwig Wittgenstein al referirse a “La Rama Dorada” de James Frazer, simplemente lo tachaba de reduccionista, o un esfuerzo por sintetizar lenguajes diversos desde un paradigma dominante –esto último no lo dice tal cual, pero es lo que finalmente destaca en aquel ensayo- y que en ese ejercicio del antropólogo colonial pretendió describir el acto de la magia como formas primitivas de representaciones de lo que en occidente entendemos como la certeza de la idea del ser humano primigenio de un acto divino de la razón.  

La magia y la bruja son dos parte de una formulación que se ha visto cada vez más cercada por la producción cultural hegemónica, que la representa como una narración infantil y desprovista de conciencia, asimilada a un cartel o una publicidad, un artículo de consumo en que los peligros de la magia es tanto así si es que no se despliegan las fuerzas del mercado.

Pero bajo esa costra de conformismo hay millones de seres humanos que intentan situarse en el mundo, y  buscan ser parte de la magia.


 

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