Un viaje de madrugada en la 210, o cómo sobrevivir al entendimiento de la vida urbana.
Una o dos veces por semana,
después de Maestra Vida, viajo de madrugada a La Florida. Generalmente lo hago
en bicicleta a excepción de noche de lluvia o frío en que me encuentro
constipado o resfriado, como en estos días.
La rutina es salir a plaza
Baquedano y acercarme al sector de colectivos donde habitualmente negocio un servicio
a domicilio -se tiene que salir de la ruta unas tres cuadras de avenida Vicuña
Mackenna-, y si todo resulta bien en menos de 40 minutos estoy listo para
dormir.
Este viernes llegué al
paradero pasada las 5 de la mañana, ya el ajetreo de la jarana de Ballevista ha
cesado y en el sector se combinan trabajadores nocturnos que terminan la
jornada, como yo, trabajadores diurnos que van camino a sus rutinas y los
últimos rezagados del carrete de aquella noche.
Observo la esquina, los
taxis colectivos de la línea "La Estrella" estaban atentos a llenar los
móviles para partir, en alguna ocasión recuerdo haber estado 45 minutos sentado
sin movimiento mientras completaban las cuatro pasajeros, por lo mismo los evito
ante la perspectiva que me provoca aquella incómoda inmovilidad. Finalmente me
instalé en la vereda sur poniente esperando a que aparecía algún móvil pirata (colectivos
que deben circulación en horario diurno y que al hacer la ruta de madrugada lejanamente
se arriesgan a una infracción por no cumplir su itinerario licitado).
Al fin aparece uno de los
recorridos más enigmáticos y característicos de los que circulan desde el
centro por Alameda hasta el sur oriente de Santiago: el recorrido 210. Es uno
de los troncales que desde el inicio del Transantiago, el 2007, se caracterizó
por su funcionamiento las 24 horas del día, y que como todo el sistema, partió
con una disciplina servicial pero que rápidamente fue degenerando en un
servicio al límite del colapso, deprimente y oscuro.
Miré a los cuatro o cinco
sujetos que estaban en el paradero, todos de mochila o bolsos, muy abrigados:
trabajadores. Al doblar la máquina articulada por la esquina tomé la decisión
de usar el servicio junto a aquellos sujetos anónimos que cada mañana, supongo,
hacer la misma rutina y que por lo general descienden en las zonas industriales
que aún mantienen actividades fabriles en el sector de Macul y San Joaquín por
avenida Vicuña Mackenna.
Todos los que me anteceden
marcan su bip, yo no quiero ser menos, y de modo disciplinado cumplo con el
único acto que me separa de la rebeldía total. Intento identificar el rostro
del conductor, pero la penumbra es total, es una sombra, tal vez siquiera sea
un ser humano, da la impresión de estar subiendo a aquellos vehículos que se
dirigen a las profundidades del infierno, imágenes de cultura popular que se
reconocen en un cómic de la revista "Creepy" o una película de Abel
Ferrada. Estaba casi seguro que era el último en embarcar, pero siento que me
empujan la mochila. Avanzo después del torniquete y lo primero que observo es
que los que me anteceden deben rodear una mancha de vómito justo al frente de
la primera puerta de bajada. Nadie mira a los ojos, dos mujeres de frente, dos
o tres hombres sentados en los siguientes asientos antes de la zona articulada,
atrás una imagen que por separado identificaban tres o cuatro realidades,
unidas daban un sentido de caos coherente. Eran dos mundos, dos perfiles,
recordé esa invisible división que en las salas de clases se da entre los
aplicados o preocupado alumnos que instalaban en las mesas de adelante y los
que gobernaban atrás de la sala, los rebelados, los escondidos.
Acá opera una lógica
similar, en la segunda mitad del bus están los que no quieren terminar el viaje,
no porque sea cómodo, o una idílica visita a un espacio de completa paz, no
quieren terminar porque son señores de la fiesta, del jolgorio que se extiende
más allá de la discoteque. Yo me detengo frente la segunda bajada,
inmediatamente después de la zona articulada, quienes me siguen son dos
muchachos que se instalan en los asientos reservados. Un metro más atrás, por
el estrecho pasillo, una gran mancha de vómito (pienso que tal vez ha sido
mucho el trajín en esta máquina). Inmediatamente después de los muchachos va
una cadáver, no se movió en todo el camino, de hecho estaba pálido, apoyado en
el respaldo, una imagen de una película que no logré identificar.
Me siento al lado de un
hombre que sin duda va al trabajo. Tendrá mi edad, probablemente menos, he
tenido dificultad para identificar mi propia edad, ambos mirando al fondo,
somos espectadores de los delirios de la 210.
Escena I: Dos veinteañeros,
ropa deportiva, delgados, uno de ellos, de jockey, con un gran celular en la mano, lo levanta y
coloca en la oreja pero parece que fuera una mímica, no habla. El compañero es
más alto, pelo corto, saca una cerveza Báltica en lata de medio litro, la abre
se sirve y se la pasa a su amigo. Vamos llegando a avenida Matta.
Atrás el cadáver.
Al fondo, en la última
hilera de asientos, veo dos mujeres, una está de pie, la otra sentada, hablan,
de mueven.
Uno de los chicos las
identifica, las mira, algo le dice a su acompañante. Se paran, esquivan el
cerro de materia amarillenta. Se sientan inmediatamente al lado de las chicas.
Le ofrecen la cerveza, las chicas rechazan. El de jockey saca de un pequeño bolso
que lleva a la altura de su barriga otra lata y se las ofrece, ellas aceptan.
Escena II: El cadáver no
reacciona, la máquina ha pasado por una cantidad importante de obstáculos
productos de la construcción de corredor de buses. Pienso que quienes lo
dejaron ahí tuvieron la habilidad de instalarlo de tal forma que quizás en la siguiente
vuelta aún se mantenga. Punto para los hechores.
La fiesta al fondo se ve
entretenida, si no tuviera conciencia de mis cuarenta años demás que me sumo, pero
me he integrado como un observador etnográfico externo, no suscribo a la
observación participante.
Van en el tercer cigarro,
el flaco de pelo corto baila con una de las chicas, morena, curvilíneas,
sabrosa -lo digo porque le bailó, ella con audífonos- a los hombres apoyada en
el "caño-pasamanos" del bus.
Resulta que el de jockey
está animadamente hablando con una tercera mujer que estaba al fondo y que en
un primer momento no vi entre las otras dos.
Llegamos ya a
Departamental.
Escena III: han bajado
casi todos los que subieron conmigo en Baquedano, se han integrado nuevos
pasajeros, todos evitan llegar al fondo.
La morena se besa con el
flaco de pelo corto. El de jockey sigue animado con la otra mujer, la
escondida, la tercera se mueve de una lado para otro.
Como que interactúa con
las dos parejas. Beben, ríen, bailan (se intercambian los audífonos)
Me preocupa el cadáver.
Llegamos a Vespucio.
Escena IV y final: me bajo
en el 16. Me paro, veo a la tercera chica, la que estaba escondida, es la más
guapa de todas, como en un impulso de prejucio me las imagino como bailarina de
un night club, las tres son atractivas, jóvenes y no se notan particularmente
carreteadas (como que hubieran estado de juerga toda la noche).
No sabré en realidad si
todo aquello terminará en qué.
En ese momento solo me
preocupa el cadáver.
Toco el timbre y antes de
bajar, cuando se va deteniendo avanzo hasta el cuerpo y lo zamarreo ...