Juego y noche.

Estaba sentada en una esquina no muy luminosa. Era uno de esos espacios clandestinos, after que funcionaban para el deleite de los perdidos en las madrugadas de la ciudad, borrachos, putrefactos y huérfanos de la mano de un Dios que siempre escupí por no darnos alas para saltar.
En un sofá de dos cuerpos de esas imitaciones de cuero de fabricación china que están de moda en muchos bares y que se notan rápidamente por su calidad al quedar pagados con un poco de sudor húmedo, sentada con un cigarro a medio terminar, un baso de tres hielos juegan con el ron y la bebida blanca.
Sus piernas dibujadas en el pantalón ajustado, sus pechos generosos en escote impertérrito y una mirada perdida en la neblina de otra docena de sujetos que fuman, beben, bailan y suplican atención.
La ruta a su cuerpo siempre era difícil. O era la regla que elegía para la excitación de esa representación difusa en que placer y límite se mezclan con saliva y perversión. Nuestras miradas se alcanzaban entre las penumbras. Yo el silencioso observador distante pero atento de sus movimientos, una gárgola esperando ser atajada por la mano de un hombre desprevenido, pensando en su suerte de encontrar a la mujer más deseable, sola y disponible.
El alcohol siembra dudas y desinhibe el alma de los probables jugadores. Ella gira la cabeza para el lado, otra chica sentada al otro extremo conversa con un sujeto que está hincado. Le pregunta algo y la mujer, se nota que se conocen, le contesta. La gárgola vuelve su mira hacia donde me encuentro pero no hace gesto. Un hombre pasa y le pide que bailen. Ella me lanza una mirada y ríe, acepta y se levanta. Pienso en que siempre es el mismo juego, la misma forma, la ruta que hace para que mi interés se vuelque definitivamente en su persona. Lo logra.
La música siempre será la escusa, o puede ser que nosotros seamos la escusa para que la vibración tenga razón. El baile se transforma en una muestra de virilidad donde el sujeto intenta conquistar a la hembra con sus asomos animales, busca la atención y la excitación. La abraza, ella se deja. Le habla, ella responde.
La pregunta que le hago cuando regresamos a casa es qué sintió bailando con un extraño que además, es inevitable que así sea, le propone una cita, una tirada sin más que una supuesta pasión que adorne la carne, la carne caliente, la suplicante manifestación de la oportunidad de gemir en una cama desconocida, si es que, o en la guarida de amante ocasional.
Esa duda es la que me impulsa a jugar esas perversas borracheras de intentos de coqueteos que siempre terminaban en nuestro lugar de amantes, ella era la misma pero cada vez que hacíamos el intento descubríamos que los dos cambiábamos.
Carne, carne, carne. El pudor sólo sirve como la vinagreta de nuestras fantasías. La carne es la que jala las voluntades.
Las mañanas siguientes nos mirábamos desprevenidos y nos decíamos muchas: te amo. Era para sanar las maneras, si finalmente estos juegos eran como fuego, y las quemaduras salían en algún momento sobre la piel.

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