Juegos de memoria y olvido..
UNO. Es justo en esa hora que el sol deja una estela de sequedad en los cuerpos. Generalmente me siento en la terraza a sentir como el sonido monótono de un arrollo que pasa cerca del patio alimenta mis sentidos. En otro tiempo ese fue un encuentro que lo disfrutaba con el discreto encanto de los placeres, me recostaba en una hamaca mientras que ella susurraba un poema, un mantra que repetía una y otra vez hasta que el sonido se fundía en una suave música. Me trasladaba a la distancia insensata de otro tiempo, un préstamo que salvaba nuestras almas de la perdición ansiosa de la vida cotidiana. Era mi hechicera.
Pero ya hace años que solo me acompaña una espesa telaraña llamada olvido, que va incendiando con su fuego arrasador todo indicio de presencia, los cuerpos se van deformando como figuras de tela ante el calor abrazador.
Ese es el mayor dolor de estas tardes, no poder recordar el color de la ropa, el sabor de su boca, el olor de su piel, el incesante timbre de su voz. Sólo en estos momentos, escuchando el sonido monótono del agua me permitía acercar a esos instantes del mantra susurrado.
DOS. Cuando llego a la terraza ya ella está en el sillón, su vista apenas la aparta de los arbustos del fondo del patio. El revoloteo de unos gorriones que corren a esconderse entre las ramas del nido construido. El calor marca ya la polera que me he puesto después de un día de tedioso trabajo.
Le beso sus labios frescos. Me recuesto en la hamaca y el sonido el riachuelo que pasa por el patio se agiganta entre el silencio de esa hora imaginaria en que nos encontramos a recibir un poco del frescor de la tarde.
Comienza su voz a cantar el rezo, un mantra aprendido en un viaje a una tierra pretérita de miles de distancias y tiempos y me traslado a su arrullo. Me suspendo en ese momento y siento que será eterno, un momento que será para siempre en mi corazón, un dibujo que se marca sin posibilidad de ser borrado.
Pero ya hace años que solo me acompaña una espesa telaraña llamada olvido, que va incendiando con su fuego arrasador todo indicio de presencia, los cuerpos se van deformando como figuras de tela ante el calor abrazador.
Ese es el mayor dolor de estas tardes, no poder recordar el color de la ropa, el sabor de su boca, el olor de su piel, el incesante timbre de su voz. Sólo en estos momentos, escuchando el sonido monótono del agua me permitía acercar a esos instantes del mantra susurrado.
DOS. Cuando llego a la terraza ya ella está en el sillón, su vista apenas la aparta de los arbustos del fondo del patio. El revoloteo de unos gorriones que corren a esconderse entre las ramas del nido construido. El calor marca ya la polera que me he puesto después de un día de tedioso trabajo.
Le beso sus labios frescos. Me recuesto en la hamaca y el sonido el riachuelo que pasa por el patio se agiganta entre el silencio de esa hora imaginaria en que nos encontramos a recibir un poco del frescor de la tarde.
Comienza su voz a cantar el rezo, un mantra aprendido en un viaje a una tierra pretérita de miles de distancias y tiempos y me traslado a su arrullo. Me suspendo en ese momento y siento que será eterno, un momento que será para siempre en mi corazón, un dibujo que se marca sin posibilidad de ser borrado.
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