Salinger se ha ido en silencio.

Salinger se fue como vivió gran parte de su vida, en silencio. Y no es que justo cuando un sujeto comienza a conquistar la altura decide bajar de ese punto y situarse en una esquina a observar como todo se desploma de a poco, como hojarascas llevadas por un viento, el de la realidad penosa de nuestro mundo.
Salinger hizo hermanos en todos los lugares de esta tierra, hizo hermanos de los que sintieron el inconformismo del estatus de la faramalla farandulera, del programa de TV que invade la intimidad espectáculo del que ha perdido toda dignidad, si acaso habló Caulfield escupiendo en la cara del presentador que muestra las bajezas de nuestro mundo.
Nada más cierto, que Salinger hace hermanos con sus personajes, con las desdichas de Franny (que dicho sea de paso son las desventuras de un fin de semana en la vida de cualquier ser humano conflictuado en el amor). Son las palabras que intentan verbalizar la superlatividad de los afectos que mueven nuestros cuerpos, las decisiones y los caminos que construimos.
Se ha ido un monstruo que tejió un mito en torno a su desprecio por el mundo, por las mentiras y vacío de lo terrenal. Un sujeto que entendió y asumió el costo del desprendimiento (estuvo muy cerca de budismo zen) de las cosas, en esa máxima que enseña que siempre se debe estar dispuesto a desprender lo que se quiere, pues en último caso lo que obtenemos en esa aprenhensión es una satisfacción momentánea y vacía.
Ahora, al fin Salinger se ha ido, en silencio y sus hermanos le despiden.

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