Goliardos se buscan.

Un Goliardo, de esos que recitan de memoria las hazañas que han sido difundidas en el tiempo, o simplemente invenciones líricas que sirven de explicación a la atormentada conciencia de la modernidad, un último suspiro para los que creen en la verdad absoluta de los medios, de la información binaria. El que canta un verso contando una certeza, una noticia, una bienaventuranza, un relato de los que no se ven en los noticieros, ese hecho digno de ser señalado, ahí donde se encuentra el oyente, es donde estará el Goliardo con su provisión de versos.
Existe una explicación desde el Estructuralismos que habla del paso de la lírica como acto de acción –praxis- de los recitadores, los juglares –“Séptimo Sello” Bergman- que van de ciudad en ciudad, recorriendo los pueblos perdidos de las comarcas y valles, difundiendo los acontecimientos a los habitantes campesinos –en su gran mayoría analfabetos; a la imprenta, que permitió masificar el texto y la necesidad de la alfabetización; al actual estado de la hipertextualidad que exige una nueva competencia en lenguaje binario. Y la poesía se pierde como no-soporte, in-contención de la praxis más cerca de la estética.
Dónde están los nuevos Goliardos.

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