Esa primavera que ya no está
Recuerdo las conversaciones de tardes a inicios de primavera, ¡qué tiempos aquellos!, cuando comenzaban lentamente a alargar los días en una suerte de búsqueda del equilibrio entre el crudo invierno y la llegada del calor sofocante del verano. Era un tránsito perfecto, la media temporada, aquel momento en que muchas cosas comenzaban a adquirir otro sentido después de vivir las noches largas de los meses anteriores.
Los debates eran sobre qué haríamos para las fiestas de septiembre, sobre la rumba que renace con el buen tiempo, que el carnaval, que el aniversario del boliche; una alegría renovada se sentía por todos lados, que la ropa ligera y las alergias de los plátanos orientales, que la serotonina y las melancolías. Conversábamos sobre el devenir de la vida, pero no se imaginen que hablábamos desde alguna certeza reservada a preclaros sujetos conocedores de respuestas, en realidad, eran jornadas sin mucha pretensión: la visita de algún amigo, el compartir un café y ver las personas pasar, responder preguntas de los turistas que transitan por el barrio, reír de un chiste fácil y directo, o el comentario del acontecer de la contingencia, siempre refiriéndonos a la acumulación de intuiciones sin el mérito de alguna verdad absoluta o algo parecido.
Todo ese ambiente, esa energía, esa sencillez circunstancial, se fue diluyendo con el comienzo del nuevo siglo. En realidad, avanzando la segunda década, mientras el sol calentaba la corteza del planeta, se fueron fundiendo las esperanzas de una oportunidad para revertir el desastre en que se convirtió este mundo, este país, esta ciudad, el barrio, la calle, la esquina, nuestra propia singularidad de sujetos desprovistos de toda capacidad para hacer algo por este presente que se derrite en un verano eterno y asfixiante.
Entonces, «¿qué hacer?», es la pregunta que nos hacemos cuando ya asumimos la era de calor de ocho meses.
Comenzamos a esperar la noche y la excusa para iniciar la fiesta, la rumba eterna, si finalmente no hay nada más desalentador que dejar que el jolgorio muera con el mundo que decae; si alguien no seguía, era porque ya las fuerzas y la vida lo abandonaron. Que en paz descansen todos aquellos que ya no están, pero la rumba no se detiene.
Hay un tema de Rubén Blades, La canción del final del mundo, que ha comenzado a ser programada por los DJ. Habla de la crisis que se sentía en el mundo en la segunda mitad del siglo XX, las bombas nucleares y la conflagración definitiva, todo aquello quedó pendiente en el mito del «fin de la historia». Es más, ese mismo impulso por revertir el miedo al hecatombe atómico fue el que no permitió ver lo que se le estaba haciendo a la madre tierra, destruyendo y contaminando al punto que hoy ya no existe ni otoño ni primavera. Algunos teóricos de las explicaciones llaman a nuestro presente la era del antropoceno, la etapa geológica en que el ser humano ha modificado casi de manera irreversible al planeta.
Y, claro, esto ha significado ir cambiando muchas costumbres, por ejemplo: los hábitos de media temporada, el disfrute de la transición, la sorpresa de los colores y aromas que surgen desde septiembre y, por supuesto, las tardes de conversación, porque aunque nos pusiéramos a la sombra de añosos plátanos orientales de la cuadra del barrio, el calor lo envuelve todo, el sudor marca cada centímetro de las ropas, el sopor agota, y lo que hasta hace 20 años parecía un acto poético, con el tiempo se fue volviendo un acto de resistencia.
Todos resistimos cuando añoramos las primaveras que ya no volverán.
Todo ese ambiente, esa energía, esa sencillez circunstancial, se fue diluyendo con el comienzo del nuevo siglo. En realidad, avanzando la segunda década, mientras el sol calentaba la corteza del planeta, se fueron fundiendo las esperanzas de una oportunidad para revertir el desastre en que se convirtió este mundo, este país, esta ciudad, el barrio, la calle, la esquina, nuestra propia singularidad de sujetos desprovistos de toda capacidad para hacer algo por este presente que se derrite en un verano eterno y asfixiante.
Entonces, «¿qué hacer?», es la pregunta que nos hacemos cuando ya asumimos la era de calor de ocho meses.
Comenzamos a esperar la noche y la excusa para iniciar la fiesta, la rumba eterna, si finalmente no hay nada más desalentador que dejar que el jolgorio muera con el mundo que decae; si alguien no seguía, era porque ya las fuerzas y la vida lo abandonaron. Que en paz descansen todos aquellos que ya no están, pero la rumba no se detiene.
Hay un tema de Rubén Blades, La canción del final del mundo, que ha comenzado a ser programada por los DJ. Habla de la crisis que se sentía en el mundo en la segunda mitad del siglo XX, las bombas nucleares y la conflagración definitiva, todo aquello quedó pendiente en el mito del «fin de la historia». Es más, ese mismo impulso por revertir el miedo al hecatombe atómico fue el que no permitió ver lo que se le estaba haciendo a la madre tierra, destruyendo y contaminando al punto que hoy ya no existe ni otoño ni primavera. Algunos teóricos de las explicaciones llaman a nuestro presente la era del antropoceno, la etapa geológica en que el ser humano ha modificado casi de manera irreversible al planeta.
Y, claro, esto ha significado ir cambiando muchas costumbres, por ejemplo: los hábitos de media temporada, el disfrute de la transición, la sorpresa de los colores y aromas que surgen desde septiembre y, por supuesto, las tardes de conversación, porque aunque nos pusiéramos a la sombra de añosos plátanos orientales de la cuadra del barrio, el calor lo envuelve todo, el sudor marca cada centímetro de las ropas, el sopor agota, y lo que hasta hace 20 años parecía un acto poético, con el tiempo se fue volviendo un acto de resistencia.
Todos resistimos cuando añoramos las primaveras que ya no volverán.