Santiago en la imaginación

Siempre he sido habitante de la capital del reino. De niño el imaginario de mis traslados era  cruzar desde el apartado suroriente de la región al “centro”.
Desde Puente Alto o La Florida en la década de 1980 el viaje demoraba casi una hora, son 15 kilómetros, y la ciudad central tenía esa denominación recién desde calle Ñuble, paradero 1 de avenida Vicuña Mackenna. Antes de ese punto el paraje era una mezcla gris de fábricas, muchas casas de un piso, algunos negocios ocasionales, pero básicamente espacio que se topaba con una constante muralla precordillerana de fondo.
El centro era una coordenada amplia que abarcaba desde plaza Baquedano por Alameda hasta la norte-sur (el tramo en Chile de la panamericana) y desde río Mapocho hasta la línea del tren de circunvalación (ya en ese tiempo casi en desuso) eran los límites de sur a norte. Pero si teníamos que definir la centralidad de ese imaginario geográfico eran las cuadras que circundaban la plaza de Armas. Este era el núcleo del átomo Santiago, todo giraba desde la energía que emanaba de esa masa. Y claro, en aquel tiempo, la energía que surgía era opaca.
Recuerdo el caos, el comercio ambulante, las veredas de la Alameda atestadas de unas hileras de carros de comerciantes ambulantes que ofrecían el producto “made in Taiwán”, la falsificación hibrida y la novedad para pelar las verduras.
Recuerdo el silencio, es decir, todo era ebullición, pero había algo silencioso en las conversaciones, como si todo supiera a conspirativo. Puede ser que mis recuerdos de la niñez estén mediados por la conciencia de esa época oscura de la dictadura, pero no puedo evitar tener la remembranza de ese estado de cosas.
Esa centralidad llamada plaza de armas era distinto de lo que hoy conocemos como kilómetro 0. La presencia policial y la convivencia de oficios y actividades se hacían de modo sincronizado, nadie salía de ese “orden” estricto. Cruzar la plaza era internarse por una vegetación entremezclada de colores que no tenía mucho que ver con la cotidianidad de los que circulábamos por ahí. Mis pasos eran menos habituales que los de alguien que trabajaba en el “centro”, es decir, el empleado público, el trabajador bancario, o funcionario auxiliar de alguna oficina de contabilidad o abogacía, la secretaria, el junior, o los trabajadores de servicios,  y claro el paseante que transitaba en la modernidad mediocre de aquel tiempo.

La Plaza de Armas, al igual que ahora, estaba marcada por la presencia de la catedral. La esquina de la calle norponiente era un punto de encuentro de aquellos que buscaban algún lugar para almorzar al medio día, o de quienes requerían de la tranquilidad y el espacio que entregaba la Catedral metropolitana y sus bancas, para descansar de algún trámite mientras operaba la introspección del rezo o la contemplación de la obra humana. Ese edificio es una imagen demasiado significativa como para no ser la portada de cualquier almanaque de Santiago. Sus tres torres exteriores eran parte de la identidad beata de una cultura determinada por el catolicismo: en la torre que es esquina norte (calle Catedral) Santa Rosa de Lima, patrona de Perú y del continente; al centro la Virgen del Carmen, patrona de Chile, y la torre sur el patrono de la ciudad, el apóstol Santiago.
Estas tres identidades le dan sentido a los 400 años de la capital del reino. Son la representación de aquellas figuras de una mitología que desprende la fuerza simbólica del mestizaje –santa Rosa de Lima-, con la tradición castellana de Santiago apóstol y la Virgen como expresión elitista de los patriotas que fundaron este país, pero que en algún punto se transformó en una identidad popular.
Es significativo que esas mismas coordenadas se releen décadas después como puntos cardinales de nuevas realidades formadas por la inmigración andina. Desde la década de 1990 los peruanos, por ejemplo, se instalan en el zócalo de calle catedral para intercambiar información de trabajos, alojamientos y redes. Y es doblemente simbólico que sea justamente bajo la protección de Santa Rosa de Lima que realice la construcción de vínculos sociales en este punto del continente.
Estas reinterpretaciones del espacio urbano, desde el uso práctico y simbólico que los habitantes locales le daban, a una nueva dimensión que es posible ser reconocida por cualquier visitante, debe ser de las cuestiones más significativas que ha sucedido con el “centro” de Santiago en las primeras décadas del siglo XXI.
Son varias las reflexiones que se han dado en torno a la administración del espacio público que los españoles impregnaron en cada ciudad que fundaron en el continente, y hace que en cada urbe existan edificio comunes: la plaza de armas, el casa de administración político-administrativo, la catedral, el correo o el mercado de abasto, todas instituciones que dan un escenario más o menos conocido para los habitantes de una ciudad hispánica.
De cualquier forma, esta ciudad que habitamos ha cambiado mucho desde aquel tiempo en que las distancias geográficas exigían que gestiones de servicios o administrativas requerían acercarse al “centro”. Hoy existen muchos centros, con la misma carga de servicios, ocio y cultura, además de los mecanismos de comunicaciones digital, comodidades que pudiera servir como para que el “centro” se transforme lentamente en “centro histórico y patrimonial”, y por lo mismo debemos debatir qué alcances tendrá esta nueva configuración donde políticas públicas y mercado coexisten para reconfigurar el Santiago del futuro.

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