Para qué despiertas.
Para qué duermes doce horas si cuando despiertas todas
las cosas urgentes siguen ahí, sin movimiento, ni remordimiento, esperando
agazapadas en el escritorio, con el ruido de la ciudad al fondo, como una
incesante declaración a derrota.
Para qué pierdes tiempo que te podría servir, despierto, en
contemplar la urgencia de los minutos, y conscientemente ahogarte en el ocaso,
sin parpadear ni para la sombra de un vértice que te esconde la luz.
Para qué dormir, si ni siquiera duermes abrazado a la mujer
del verano, es ya tedioso invierno que te recuerda que la soledad es despertar
espantado de la ausencia de calor.
Para qué preocuparse, digamos, de la condición de ese
espacio, que llaman vilmente hogar, y que ni aun cerrando los ojos es otra cosa
más que la guarida donde escondes la frágil distancia de la cesárea negra, que
disfrazada de río baja a no más de mil metros de tu cordura.
Para qué supones, para qué esperas, para qué revelas,
para qué silencias, si en cada estación a horcajadas crees cabalgar al futuro esplendoroso
que nunca llegó, y en cambio se instaló la derrota más espuria, la que te haces
a ti mismo cada vez que despiertas esperando que algo haya cambiado.