Sobre mitos y madre.

Antes que todo, agradezco a mi madre.
Uno describe a las personas de acuerdo a varios parámetros: historia común, relato compartido, afectos empáticos, vínculo circunstancial (por ejemplo pertenecer a una familia). Entre medio la ocurrencia del mito, como una amalgama que junta pedazos, unifica todo en un gran relato de esas partes algunas veces dispersa.
Mi madre es el mito más importante con el que he vivido toda mi existencia, y de eso puede dar fe las personas que me conocen. Es un relato que se construye de hechos efectivos y de sombras frescas de tardes en el rancho que nos llevó a vivir dignamente lejos del padre castigador. No hay día que no traiga esa idea a la mente, para mi propio proyecto de vida tenga aún más sentido: si mi madre sola, con tres críos insoportablemente mimados pudo hacer un camino digno a un estado mejor, yo no tengo excusa para no seguir caminando.
De los hechos que me persiguen desde siempre –como historia común y relato compartido con mi madre-, desde el uso de la conciencia simbólica –y en contra de los argumentos racionales- es que yo no debí estar vivo, es decir, no tendría que haber nacido. La cosa es que cuando yo estaba en el vientre, de cinco o seis meses mi madre visitó el sur y en una zona boscosa tuvo un accidente del que ella casi no salió entera y el feto que estaba aferrada a ella también sobrevivió.
Ese hecho siempre me ha llenado la cabeza de ideas sobre la precariedad de la existencia y la importancia de hacerme responsable, en la medida de las limitaciones que todo ser humano tiene en sí, de los actos vitales del día a día.

No soy de dar bendiciones, pero mi madre es un bandita mujer, y por siempre la celebraré.

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