El nombre
Tengo el sabor de la muerte en la boca, y eso que anoche besé los labios de un ángel. No importa que tan alto haya llegado en mi búsqueda, en un punto del asenso me dejo caer, y aterrizo en la juntura de una cama de sabanas azuladas para esconder el sudor. Me giré al rincón que daba a la ventana, mastiqué un mantra robado de una página del “Libro de los muertos”, y no fui más.
Cuando al fin pude despertar estaba ese sabor del demonio en mi boca, es ahora cuando escribo estas palabras desoladas: pido ayuda.
Fumo el primer cigarrillo de la jornada. Un café cortado. Música de trasnoche en la mañana nublada. Hace frío de ausencia. Tengo ganas de sollozar un nombre, pero no lo recuerdo, como en un sueño que fue descrito a pedazos entre las horas de la madrugada, y lo reconstruyo con dificultad: su identidad.
Salgo a caminar por las calles vacías de la ciudad dominical, ni ganas le quedan a los adoquines para sostener tanto fantasma que transpira soledad. Y yo que quise ser un monumento y fui tan modesto.
Bajo por Monjitas al poniente, cuando ya la calle ha cambiado de nombre e identidad me interno por los desprovistos rincones del silencio, cuando de pronto, sin querer la tarde desolada siento mi nombre con voz de mujer: …tu, ven a mi lado. Miro y no la reconozco. Y debo decir que la memoria me acompaña como escudo protector, solo se que ella me llama con propiedad, cual can que ha ido a buscar la señas en el árbol del parque y se ha alejado de su dueña. Pero no, no la identifico con los seres que les debo mi vida.
Ya me has olvidado, y eso que hace una noche no dejabas de repetir mi nombre, diciendo que era lo que tu corazón necesitaba.
Bien puede ser, pero no es menos cierto que el corazón me abandona cada vez que comparto mi espacio con otras personas.
Suspiro profundo y fijo la mirada en unos árboles, o tal vez en ningún lugar, y dijo: Está bien, mi nombre no tiene importancia, o en que circunstancia te conocí o compartimos, pero me gusta caminar acompañada las tardes de domingo.
Nada más. Asistí la petición-invitación. Me dijo que se llamaba Clara, pero no estoy seguro, o es la sensación que me dejo esa tarde de compañía.
Cuando al fin pude despertar estaba ese sabor del demonio en mi boca, es ahora cuando escribo estas palabras desoladas: pido ayuda.
Fumo el primer cigarrillo de la jornada. Un café cortado. Música de trasnoche en la mañana nublada. Hace frío de ausencia. Tengo ganas de sollozar un nombre, pero no lo recuerdo, como en un sueño que fue descrito a pedazos entre las horas de la madrugada, y lo reconstruyo con dificultad: su identidad.
Salgo a caminar por las calles vacías de la ciudad dominical, ni ganas le quedan a los adoquines para sostener tanto fantasma que transpira soledad. Y yo que quise ser un monumento y fui tan modesto.
Bajo por Monjitas al poniente, cuando ya la calle ha cambiado de nombre e identidad me interno por los desprovistos rincones del silencio, cuando de pronto, sin querer la tarde desolada siento mi nombre con voz de mujer: …tu, ven a mi lado. Miro y no la reconozco. Y debo decir que la memoria me acompaña como escudo protector, solo se que ella me llama con propiedad, cual can que ha ido a buscar la señas en el árbol del parque y se ha alejado de su dueña. Pero no, no la identifico con los seres que les debo mi vida.
Ya me has olvidado, y eso que hace una noche no dejabas de repetir mi nombre, diciendo que era lo que tu corazón necesitaba.
Bien puede ser, pero no es menos cierto que el corazón me abandona cada vez que comparto mi espacio con otras personas.
Suspiro profundo y fijo la mirada en unos árboles, o tal vez en ningún lugar, y dijo: Está bien, mi nombre no tiene importancia, o en que circunstancia te conocí o compartimos, pero me gusta caminar acompañada las tardes de domingo.
Nada más. Asistí la petición-invitación. Me dijo que se llamaba Clara, pero no estoy seguro, o es la sensación que me dejo esa tarde de compañía.
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